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Reportaje:MARCADO

Violencia con sello de Siberia

Jesús Ruiz Mantilla

n la enigmática Transnistria, los niños urcas comen dulces y usan Kaláshnikov. Las armas y los puños son parte crucial de su vocabulario. Allí, en esa tierra de nadie, la muerte es una baza probable, los deficientes mentales son sagrados, y los abuelos, santos. Fue donde creció, en medio de una jungla de hormigón derruido, barro y reformatorios en los que se violaba y vejaba sin límites, Nikolái Lilin

Transnistria es un lugar físico en teórica disputa. Moldavia lo da por suyo, pero a nadie importa mucho en realidad a quién pertenezca. Es independiente para sus habitantes y un buen caldo de cultivo para tráficos de todo tipo. Su territorio no tiene dueño fijo: lo mismo que su alma, un cruce de muchos pueblos con moldavos, judíos, rusos y rumanos incluidos.

"Donde nací, la violencia es una forma de comunicación. Es mala, pero a veces no tienes otra forma de manifestarte"
"Al caer el muro de Berlín se abrió la puerta a una gran organización criminal. Los europeos no saben lo que han hecho"

Pero con algunos guetos más. Allá, hacia barrios como Bender, fueron a parar, desde Siberia, los miembros de una comunidad con carácter y orgullo. Los urcas llegaron un buen día hacia esas llanuras alejados de sus raíces y sus códigos; arrancados del frío de la tierra y el calor de sus guisos, deportados por Stalin en los años treinta. Lo hizo para castigarlos y que otros escarmentaran. Desde entonces, ellos le juraron guerra eterna al comunismo y sus protectores.

Hoy, su frágil memoria y su severa ley se desvanecen. Pero Nikolái Lilin se ha rebelado contra eso y muchas cosas más para contar el éxodo y toda una dura forma de vida ya perdida en un libro: Educación siberiana (Salamandra). Con 30 años, este joven urca de cráneo transparente y piel tatuada ha vivido más de siete vidas. Quizá haya muerto otras tantas. Y para no volver a hacerlo -no sea que la próxima se convierta en la definitiva-, cuelga de la cintura una pistola con la que se siente protegido ahora por las calles de Turín, donde ha encontrado su sitio y un éxito en Italia que ha aplaudido el mismo Roberto Saviano, autor de Gomorra.

Lilin es un tipo duro y dicharachero que afronta con filosofía lo mismo el aplauso como nuevo autor de éxito que las amenazas de grupos como los islamistas radicales o los avisos de algunos compatriotas.

Pero impone sus propios límites. No le importa hablar de cómo huele y cómo se hincha el hígado de un muerto en Chechenia, pero sí de sus tatuajes: "No se debe responder, pero mucho menos preguntar sobre eso", avisa. Tampoco cobra un precio fijo por hacerlos. "Lo que la gente me quiera dar. Unos me regalan un libro; otros, dinero; algunos me devuelven el favor". Es una ley urca. Cada uno suelta lo que le parece justo.

Se niega a explicar las imágenes que cubren su piel, pero no le importa que las contemplemos. En su cuerpo y en los dibujos colgados de un estudio en el que tiene una cama, un armario con fruta y chocolate, un fúsil de aire comprimido con el que permite tirar a cualquiera y algunas antologías poéticas, ha plasmado toda una iconografía vital. Sus diseños contienen santos y vírgenes armados, serpientes y biblias abiertas, mensajes en clave, crucifijos, herraduras, espinas y colmillos

Pero no va a hablar de ellos, aunque ahora, con el éxito de su libro en Europa -se está traduciendo a 14 lenguas en 20 países-, llegan admiradores de varios lugares para que les tatúe. Es un verdadero honor y también un problema. "Entre los míos, si alguien te pide que le hagas un tatuaje, no puedes negarte", comenta. Resulta un símbolo muy fuerte de su identidad: "Si hay zonas de mi cuerpo sin tatuar, me siento desnudo. Es el lenguaje de nuestro mundo. A los mayores no se les preguntaba nunca por lo que se habían dibujado en la piel, pero sabías que si los llevaban, representaban algo importante, y eso les distinguía".

Lilin siempre fue un superviviente. Cuando nació, un frío mes de febrero antes de la fecha prevista, le metieron en la incubadora y advirtieron a su madre que no viviría mucho. Fue el primer disgusto de una sucesión en cadena que parece haber tomado una tregua ahora con su nueva vida.

No lucía bigote cuando entró en un reformatorio. Como él mismo cuenta en el libro, a los 13 o 14 años, un chaval siberiano en Transnistria ya tiene antecedentes penales por robo, homicidio o tentativa de homicidio. Como buen hijo de una estirpe, ayudaba a sus mayores. Su padre era delincuente y pasaba a su vez largas temporadas en la cárcel. "Nosotros no somos criminales, ni mafiosos, ni nada. A mi familia, Stalin la depuró. Mató a varios miembros y mandó al exilio a otros. Desde entonces, nuestros mayores decidieron que lucharían contra el comunismo". Matar a soldados soviéticos era una forma de rebelión. "Por eso nos llamaban terroristas, pero un terrorista es otra cosa". También robaban bancos: "Era dinero del Estado que nos reprimía", asegura Lilin.

Muchas veces aplicaban la justicia por su mano. Como cuando un cabrón violó a su amiga Ksusia, aquella niña rusa pecosa de ojos azules que él sabía proteger como nadie y que cayó en las garras de un animal. O como la vez en que, en el reformatorio, una banda de ladrones se cepilló sin descanso a un joven a quien llamaban Marina. Fue una experiencia demasiado cruel incluso para la creencia siberiana. Aquella para la que un homosexual sufre un "mal de carne" que se transmite por la mirada.

En esos casos, y para evitar abusos sobre los débiles y los indefensos, Lilin cree que la violencia es necesaria. "Yo nací en un lugar en el que la violencia era una forma de comunicación. Es mala, pero hay veces en las que no tienes otra forma de manifestarte. No hay otra manera de sobrevivir. En la guerra creíamos que quien ejerce la violencia contra otro se lleva a la víctima consigo". Tampoco le gusta que le llamen criminal, pese a que es un apelativo que él aplica en su libro. "No lo soy, eso es una palabra ofensiva para los míos. Si la utilizo como expresión en el texto es para explicar que somos criminales honestos. Yo odio el crimen y odio el dinero. Es lo que ha acabado con mi gente", comenta.

Pero para él, aquella vida es el pasado. "He vuelto a nacer", asegura. Aunque, dice, no tiene miedo a la muerte: "Es parte de la vida. Cuando llegue, creo que la afrontaré feliz". Con eso desafía los mensajes y las amenazas de islamistas que le llegan por su pasado en la guerra de Chechenia y por sus declaraciones críticas con el mundo musulmán: "Entiendo las amenazas. Si intentan producirme miedo, me río". Él se considera cristiano. "Aunque las cuestiones de religión, para mí, son tan privadas como el sexo".

Es un tema del que prefiere huir, una especie de tatuaje oculto dentro de su alma sobre el que pasa de puntillas. La religión se ha convertido en un arma arrojadiza que le saca de quicio. "Las dos grandes guerras mundiales europeas se hicieron por razones políticas y estratégicas. Las que yo he vivido eran religiosas o raciales, son muy difíciles de entender. Hemos ido para atrás, estamos volviendo a las cruzadas, sobre todo cuando se utiliza de forma tan extremista como lo hacen los fundamentalistas islámicos".

Aunque si hay alguien en este mundo capaz de comprender otras lógicas, otros códigos, ése es un urca. Su ley es tan extraña al resto de los mortales que los tabúes bailan ritmos distintos y conocen diferentes límites. La muerte no representa ese terror paralizante en torno al que todo gira en otros lugares. Menos cuando se ha afrontado cara a cara: "Matar a un ser humano puede llegar a ser algo natural. Es fácil, aunque sea difícil de entender. Si llegas a hacerlo es porque te has visto obligado a ello. Cuando vas a la guerra, como yo, en Chechenia, sabes que no vas a tomar café. Matas o te matan. La cuestión es quién cae primero".

Hay otras muertes y delitos que le impresionan más: "Las que producen a cientos de miles de personas un tío tomando una decisión en un despacho, o cuando desde un banco, con una orden, se mueve dinero de un lado a otro y dejan a millones de inocentes sin trabajo".

Pero Lilin no ha escrito Educación siberiana por eso. Sino para dejar patente una identidad lejana y agónica, un mundo aniquilado y olvidado sobre todo por sus hijos. "Ya no existe el mundo de nuestros abuelos. Los jóvenes ignoran sus códigos y sus reglas. Cuando yo le pedí permiso al mío para poder contar lo que cuento se alegró mucho. Me dijo que así todo lo que había ocurrido con ellos, todo su sufrimiento, cobraba sentido".

En ese mundo, el significado de muchas palabras adquiría sentidos muy profundos. Era un lugar en el que los criminales se hacían un corte en la mano con una pica. La misma arma que podría acabar con quien osara traicionar su palabra. A Lilin, un bandido amigo de la familia le hizo ese corte una vez: "Para ti, que el señor te ayude y tu mano se vuelva fuerte y decidida", le dijo.

También las prioridades morales importaban. Aunque jurar era un síntoma de debilidad. Estaba prohibido. Resultaba una flaqueza o una ofensa contra uno mismo. Algo así como dar a entender algo que no es cierto. Otra cosa era la mención de la gorra de ocho triángulos. "Que me arda en la cabeza la gorra de ocho triángulos si miento". O llegado el caso, si la cosa era grave, exclamaban: "¡Que la gorra de ocho triángulos me estrangule!".

Pero lo más importante es la honestidad entendida como ellos la quieren ver. "Ser honesto es crucial". ¿Y eso qué es para un urca? "Significa no ser egoísta, pensar en los demás. No poner el resto del mundo en segundo lugar. Quien piensa que puede sobrevivir solo y no le importa qué le rodea no es honesto".

Esos conceptos deben permanecer claros para gente como él. Ha sido delincuente de niño. Después, soldado. Más tarde ha trabajado en empresas de seguridad que le permitieron ahorrar suficiente dinero para vivir ahora entre eso, la dedicación a algunas asociaciones culturales y deportivas y sus libros, desahogado. Dice haber conocido cómo opera la mafia rusa fuera de su país, y también asegura cómo se comporta dentro: "El problema de la mafia rusa es que la gente en Europa no alcanza a comprender su dimensión. Cuando cayó el muro de Berlín no sólo supuso la liberación de toda una gente pobre oprimida. Se abrió la puerta a una gran organización criminal. No sabéis lo que hicisteis con aquello.

Es otro de los preocupantes desconocimientos que inquietan a Lilin. Rusia y el resto de Europa viven muy de espaldas, según él. También le preocupa la edición de su libro en aquel país. "A la gente no le gusta oír ni conocer estas historias allí. Para los rusos, los urcas o Transnistria somos esos miembros de la familia que conviene ocultar. Se avergüenzan". Pero el interés va creciendo por conocer su historia. Lo mismo que en los 20 países que han comprado sus derechos. La expectación por la segunda parte de su experiencia, la de la guerra de Chechenia, también crece. Su segundo libro aparece en abril, y tiene planeado un tercero.

Escribe originalmente en italiano. "El ruso me bloquea. No me deja expresar todo lo que surge en mi segundo idioma. Puedo tardar cuatro horas para redactar un párrafo". Puede que sean las influencias también. Su libro de cabecera es La divina comedia. "Leo a Dante una y otra vez", afirma. Además de los poetas. La lectura ha sido ese refugio sobre el que rebotaba la violencia cotidiana desde los seis años. Es un devorador de libros ecléctico y disciplinado. La poesía ha sido una medida de belleza y salvación. Domina el mundo de Lorca y Miguel Hernández, por dar muestra de su curiosidad universal sobre este tema. Y presume de su amistad con el italiano Licio Gelli, cuya antología universal guarda en su estudio como una Biblia. "Fue responsable de la logia masónica P2 en Italia. Lo respeto muchísimo". Entre los prosistas cita la novela rusa, a Hemingway y a un vivo entre sus inmortales: "José Saramago. Es un autor que debería estar protegido como bien universal. La clarividencia absoluta".

El arte también le ha ayudado a sobrevivir. El dibujo, sus retratos, los maestros que le inspiran. "Da Vinci, Van Gohg y sobre todo Rembrandt, por la manera que trata la figura humana. La luz sale de sus sujetos, no va a ellos. Es un misterio". Pero pintar, dibujar, para Lilin supone un mero desahogo. "Como disparar un arma, lo hago para relajarme".

Esa afición por el arte, por la literatura y esa conciencia permanente de muerte, violencia e instinto para sobrevivir lo definen. Lo mismo que a todo su pueblo, tal y como reza un antiguo proverbio siberiano que él ha colocado como cabecera de su libro: "Unos gozan la vida; otros la sufren. Nosotros la combatimos".

ducación siberianaaparece el 15 de marzo en España publicado por la editorial Salamandra.

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ducación siberianaaparece el 15 de marzo en España publicado por la editorial Salamandra.

Los urcas combaten la vida. A esa oscura comunidad siberiana pertenece Nikolái Lilin. Ahora lo cuenta en su libro, que han aplaudido autores como Roberto Saviano.
Los urcas combaten la vida. A esa oscura comunidad siberiana pertenece Nikolái Lilin. Ahora lo cuenta en su libro, que han aplaudido autores como Roberto Saviano.STEFANO FUSARO

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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