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Columna
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El ajedrez nuclear

Lluís Bassets

Barack Obama quiere ganar como sea la partida de la reforma sanitaria, aunque sea a costa de entregar muchas piezas. El presidente americano, según metáfora de Henry Kissinger, abrió el juego político en varios tableros, como hacen los grandes maestros en sus partidas de simultáneas; pero de momento no ha ganado ni una sola partida y se ha empantanado en las que despertaban mayor expectación y expectativas: Oriente Próximo, sin ir más lejos. De todas las partidas en curso, hay una, la más alejada de la vida diaria de sus conciudadanos y la menos aireada en los debates públicos, que no puede empantanarse, pues está destinada a dejar la marca más indeleble en su presidencia por su carácter estratégico y casi definitorio de la época y del papel de Estados Unidos en el mundo, y ésta es la del desarme nuclear.

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En los próximos días, Obama deberá dar su aprobación a la llamada Nuclear Posture Review, la nueva teoría sobre el uso del arma nuclear, que pone al día y revisa la realizada por Bush en 2002. El presidente deberá decidir si EE UU renuncia al primer golpe nuclear, algo que le haría avanzar enormemente hacia la visión de un mundo sin este tipo de armas u opción cero, tal como la expuso en su histórico discurso de Praga en abril de 2009. Hasta ahora, Washington ha nadado entre dos aguas, sin renunciar formalmente a realizar un primer disparo nuclear en respuesta a un ataque no nuclear del tipo que fuere: químico, biológico o convencional.

Todos los consejos que Obama está recibiendo se dirigen en dirección contraria, a pesar de que la efectividad de un golpe nuclear en respuesta a un ataque no nuclear pertenece al territorio de lo simbólico. El arma nuclear, utilizada sólo en una ocasión en la historia, en Hiroshima y Nagasaki, sirve para disuadir, pero no para atacar ni para ganar guerras. Quienes la poseen tienen en ella el símbolo más ajustado de su poder soberano y de su independencia, y en el caso de EE UU, como sucede con Rusia, de su condición de superpotencias durante la Guerra Fría. Por eso a los asesores de Obama les cuesta aconsejarle que renuncie a su primer uso y se limite a garantizar un arsenal mínimo para mantener la superioridad y por tanto la disuasión. Ésta sería la decisión más coherente con la filosofía que inspiró su victoria electoral y con la nueva política internacional desplegada en el primer año de presidencia.

Pero las dos amenazas de proliferación con las que tiene que lidiar actualmente en Irán y en Corea constituyen un acicate para la preservación de la doctrina tradicional e incluso desincentivan la reducción más realista y pragmática del actual arsenal. De ahí que Obama esté obligado a una complicada contorsión que signifique un avance hacia su utopía desnuclearizadora y a la vez evite entregar bazas a los Estados gamberros que animarían a la proliferación. Éste es un año especialmente oportuno para esta partida, con la firma pendiente de la revisión del tratado START II (segundo tratado de reducción de armas estratégicas) con Rusia, que conducirá al recorte más drástico después de la guerra fría con el desmantelamiento de entre 1.500 y 1.675 ojivas; la convocatoria para abril de una cumbre internacional de desarme nuclear; y la conferencia de revisión del Tratado de No Proliferación convocada para este año.

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El recorte de Obama, sin embargo, estará acompañado del mantenimiento y modernización de un arsenal más pequeño, aunque superior y más letal que el de cualquier otro país, y por tanto con suficiente capacidad disuasoria. La reducción responde a razones objetivas: toda esta cohetería corresponde a otra época y su conservación en los actuales niveles constituye un acicate para la proliferación e indirectamente una amenaza para la seguridad más que una garantía. Pero la crisis económica también cuenta. En el momento en que crecen los déficits públicos y el endeudamiento de los Estados adquiere proporciones gigantescas sería un alivio poder reducir la partida de gastos militares globales por algún lado.

El tablero nuclear tiene una ventaja respecto a los otros frentes abiertos, pero es a la vez su mayor inconveniente: si no se avanza, se retrocede; si no se termina de una vez con el peligro de la proliferación, nos adentramos en el mundo oscuro y amenazante de un rearme caótico y en cascada que nos acercará peligrosamente al umbral en el que el uso del arma será altamente probable. Por eso Obama no puede perder esta partida. Ni siquiera hacer tablas, como le sucederá en muchos otros ámbitos. No tiene más remedio que ganarla, aunque no signifique obtener durante su presidencia ese mundo idílico sin armas nucleares. Él mismo ya dijo en Praga que no lo verá en vida. Pero debe al menos revertir de forma definitiva la pulsión proliferadora que ha seguido e incluso se ha intensificado durante los 20 años transcurridos desde que la caída del Muro dio fin a la guerra fría.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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