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ESCALERA INTERIOR
Columna
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La raya oscura

Almudena Grandes

Cuando se miró en el espejo, una gota de consistencia viscosa y color vagamente violáceo ya le había hecho un palote en una esquina de la frente. Entonces se levantó, miró a su alrededor, despavorida, una toalla, pensó, y enseguida volvió a pensar, no, una toalla no, ¿y entonces, qué?, papel higiénico, no, que se extiende y luego es peor, pues lo mojo, que no, que eso es lo peor de todo, ¿y entonces…?

Cogió una toalla, blanca, naturalmente, porque en ese momento no había otra a mano, mojó el pico en agua del grifo, se limpió la mancha y, como era de esperar, lo dejó todo perdido, su frente, el lavabo, y no digamos ya la toalla. Entonces fue cuando se miró en el espejo, y se quedó tan absorta en lo que estaba viendo que ni siquiera se acordó de comprobar en qué minuto vivía, para sumar veinticinco a la acción del tinte que, aparte de la piel, debería de estar ya tiñéndole las canas.

"Al final, le tocó correr, se quitó los rulos, salió a la puerta de la cocina, y gritó: '¡A cenar!"

-Pero, bueno… -empezó a decirle a la mujer que la miraba desde el otro lado-. ¿Qué necesidad tengo yo de hacer esto, me lo quieres decir? A ver, ¿por qué estoy haciendo esto? ¿Por qué no puedo ir a la peluquería, como todas mis amigas, en vez de hacerme esta chapuza, que cada vez me dura menos y me sale peor? ¿Es que yo no trabajo? ¿Es que no gano un buen sueldo? Pues aquí estoy, ¿y por qué…? Pues te lo voy a decir, porque tengo tres hijos. Tres hijos, sí, ya ves, uno, dos y tres, ¿y qué necesidad tenía yo de tener tantos? En el país con la tasa de natalidad más baja del mundo, que por no llegar, las de mi edad no llegan ni a un hijo de media, y yo, ¡hala!, derrochando… ¡Qué lista! Ahora, que yo, algún día, hago algo. Que sí, que hago algo, que esto no se va a quedar así, ni hablar, qué va… Porque en esta casa, todo el mundo tiene derecho a todo, menos yo, todo el mundo dispone de su tiempo y, además, del mío, y como se me ocurra tener algo que hacer… ¡Las rebajas, las rebajas, qué maruja eres, mamá! Claro, como ellos no pagan nada… A ellos sí que les dan lo mismo las rebajas, y eso por no hablar de los deberes, porque… ¿Es que hay derecho a que, a mi edad, tenga yo que estar haciendo deberes? Y con el mayor en la universidad, pero da igual, porque ése es lo mismo que su padre, clavado, vamos, hay que fastidiarse con el sexo superior, que no saben hacer la o con un canuto, ninguno de los dos… ¿Y de qué, si ya estoy yo aquí para entender los formularios de la matrícula, y para ir a las reuniones de la comunidad de vecinos, y a las de la APA, y a hablar con los tutores, y arreglar la conexión a Internet, y llamar al técnico cuando se estropea un electrodoméstico? Pero esto no va a seguir así, que no…

Miró el reloj y comprobó que ya llevaba un cuarto de hora. Dejó pasar diez minutos más hablando con el espejo, y volvió a repasar su plan de fuga. Lo tenía todo pensado. Un miércoles, cuando su marido estuviera con sus amigos y sus hijos repartidos por diversas clases extraescolares. Un miércoles, iba a ser, desde por la mañana, cuando se levantara y, en vez de al trabajo, se fuera derecha al banco. ¿No se ocupaba ella también de eso? Y a partir de ahí, que la echaran un galgo, o dos, a ver si la pillaban…

El tinte le quedó bien, mejor que de costumbre. Se secó el pelo con cuidado, se rizó las puntas con la plancha de su hija, porque ella, por descontado, no tenía, y se cogió un par de rulos por delante, para marcarse el flequillo. Cuando terminó, eran las ocho y media. ¡Uy! Al final, le tocó correr, pero una hora después, ni un minuto más, ni un minuto menos, se quitó los rulos, los guardó en el bolsillo del delantal, se ahuecó el pelo con las manos, miró el efecto en el cristal del microondas, salió a la puerta de la cocina, y gritó:

-¡A cenar!

-¿Qué hay? -uno-. ¿Qué hay? -dos-. ¿Qué hay? -tres.

-Puré de verduras -atajó a tiempo la primera queja-, para ti no, para ti una ensalada de espinacas con champiñones, y de segundo, tortilla de patatas -y también llegó a tiempo a atajar la segunda-, dos, una con cebolla y otra sin cebolla. ¿Y vuestro padre? No me importa, que vaya alguno a buscarle…

Cuando calculó que los pasos que resonaban por el pasillo habían traído al hombre de su vida a su presencia, se volvió.

-A ti te he hecho una sopa de fideos, que ya sé que el puré no te gusta.

-¡Qué guapa estás! -y se volvió hacia sus hijos-. ¿A que mamá está muy guapa?

-¿Qué me vas a pedir? -él sonrió-. ¿Adónde hay que ir, a quién hay que llamar, qué se te ha olvidado?

-Nada -y sería capaz de estar diciendo la verdad-. Te juro que nada. Ahora, por lo menos no, dentro de un rato… Igual se me ocurre algo.

Se sirvió una copa de vino, los fue mirando, uno por uno, y acabó sonriendo ella también. Todo era culpa suya. Ella era la gran culpable de todo aquello, pero… ¿Y qué iba a hacer, viviendo sola en una casa encalada, en lo alto de un cerro, mirando al mar, y toda vestida de blanco? 

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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