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Reportaje:HAITI | CON TRES SENTIDOS

Un chillido desfallecido y constante

Antonio Jiménez Barca

Los bocinazos frenéticos de lo coches acarreando heridos o muertos o personas aterradas en una ciudad irreconocible en ruinas y en tinieblas; los gritos de las gentes sin casa que duermen a oscuras en las plazas cuando ven acercarse esos mismos coches o esos mismos camiones y piensan que les van a atropellar y que por fin y de una vez se acabó todo. Los disparos de fusil a lo lejos que indican que, más allá del hotel de periodistas en el que duermes a salvo, la ciudad es simplemente un monstruo. El chirrido del parachoques de una furgoneta que se arrastra sobrecargada por varias familias que huyen donde sea porque no hay comida, ni agua, ni casa, ni futuro. Los insultos de unos hombres que esperan en una cola para conseguir una garrafa de gasolina, vital para llegar hasta una tienda donde dicen que hay arroz o patatas o plátanos o más gasolina.

Una señora escucha las noticias de la radio en un asentamiento de miles de miserables al sol en las afueras de la ciudad y le comenta a su hijo con preocupación que no han mencionado el nombre de su campamento, que tal vez nadie sabe que están ahí, muriéndose de hambre, de sed y de cansancio. Otra mujer canturrea mientras desescombra con parsimonia de loca una casa hecha puré y lanza las piedras, una a una, a la carretera. Y otra, en otro campamento, solloza al explicar que los cadáveres de su marido y de sus hijos duermen en la primera planta de un edificio que se vino abajo en algún punto lejano de la ciudad que ella señala obsesivamente como si lo tuviera al lado.

El chasquido de los tiros al aire de los policías que intentan frenar a los saqueadores de tiendas. El estruendo de los volquetes abarrotados de escombros circulando en fila india por la avenida principal de la ciudad, convertida en una pesadilla lunar de polvo, palacios chafados como un sándwich y viandantes caminado de acá para allá con la cara tapada con pañuelos.

las risas de tres niñas sanas que jugaban al lado de una casa en ruinas a uno de esos juegos universales de niñas que consisten en cantar rimas y chocar las palmas a un ritmo como el de Antón Pirulero, ajenas a todo por un instante gracias al milagro de los ocho años, aún más poderoso que el terremoto y la muerte.

El bramido mismo del terremoto, reproducido en una réplica corta que sacudió a la ciudad días después y que yo escuché: un sobrecogedor bordoneo creciente parecido a los motores de un avión, que viene de todas partes y de ninguna, y que te envuelve y te rodea y te paraliza de miedo.

El gemido agónico de una niña al que un médico le calculó la edad de tres años y que fue rescatada viva tras pasar varios días encima del cadáver de su madre. Con la cadera y las costillas rotas, tumbada boca arriba en una mesa de un infecto hospital de campaña, emitía un chillido desfallecido y constante que duraba unos pocos segundos. Tras un minuto de silencio, en el que recuperaba aliento, volvía a emitir el mismo gemido de dolor, inmisericorde y constante. Estuvo toda la noche así, con la misma cadencia. Lo sé porque dormí al lado. Tal vez olvide el resto: los disparos, los bocinazos, los gritos o el ruido que hace la tierra al partirse. Pero el hilo de voz de esa niña quejándose me acompañará toda la vida.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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