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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Ripley prefiere Albéniz

Diego A. Manrique

Llámenlo deformación profesional: cuando estoy leyendo, apunto las referencias musicales que surgen en el texto. Son pistas valiosas sobre el autor o, si hablamos de ficción, sus criaturas. Esas notas, desde luego, sirven si luego quieres comentar el libro en la radio y necesitas ilustrarlo.

Para cualquier novelista, es un riesgo. Durante décadas, Jack Kerouac fue considerado un zote en música por celebrar en On the road al exuberante Slim Gaillard, en vez de boppers más ceñudos. Injusto: al escuchar hoy a Gaillard hay que sonreírse ante sus trepidantes disparates lingüísticos. Al otro extremo, sospecho de esos autores contemporáneos que pretenden dar una aureola de exquisitez a sus personajes haciéndoles degustadores de Billie, Miles y similares iconos tópicos. Al menos, los héroes de Michael Connelly admiran a un maldito como Frank Morgan.

Se abusa de ambientar musicalmente la novela negra detallando lo que escucha el protagonista

En los últimos tiempos, se abusa de ambientar musicalmente la novela negra. Se insiste en detallarnos lo que suena en el coche, el apartamento, el bar del protagonista. George Pelecanos, tan brillante por otros motivos, tiende a caracterizar los personajes según su consumo musical: los blancos buenos oyen rock alternativo; los negros honrados prefieren el soul añejo y los malotes chapotean en hip-hop.

Toda una novedad, ya que los novelistas clásicos se movían en un vacío sonoro. En sus páginas, nadie compraba discos, escuchaba la radio, iba a locales hip o alternaba con jazzmen. Toda esa decoración se añadió a posteriori, gracias al cine. Relean la integral de Tom Ripley, las cinco novelas de Patricia Highsmith ahora reunidas en un tomo por Anagrama.

Por ejemplo, no hay música en la pri-mera novela. Desconfíen de El talento de Mr. Ripley, la tramposa adaptación cinematográfica de Anthony Minghella. Ni Ripley ni su presa, Dickie Greenleaf, alardeaban de cool. El Tom de Highsmith no hizo un cursillo acelerado en jazz antes de viajar a Italia; era incapaz de saltar al escenario a cantar My funny valentine a lo Chet Baker.

Las aventuras de Ripley siguen siendo mesmerizantes reflexiones sobre los límites morales. Sólo que, aun asumiendo su falta de realismo, cuesta aceptar el modo expeditivo con que Highsmith resuelve sus imposibles tramas: Tom tiene una flor en el culo, pero imposible creer que liquide a seis mafiosos y ni siquiera cambie de domicilio. Tampoco encaja la cronología. En La máscara de Ripley se dice que han pasado cinco años desde el asesinato de Dickie. Pero transcurre parcialmente en el swinging London de 1965: compra en Carnaby Street, acude a fiestas con minifalderas, pone a los Beatles "para subir el ánimo".

Los guiños musicales abundan en Tras los pasos de Ripley (1980), donde Tom desarrolla sentimientos paternos -¿y de otro tipo?- respecto a un desequilibrado admirador, un joven millonario que nació "cuando los Beatles comenzaban su carrera". Varias veces suena el Transformer, de Lou Reed, elepé de 1972. De hecho, Tom se "transforma" en travesti para vigilar una discoteca gay berlinesa. Siempre pudorosa, la Highsmith sugiere un lado oculto en la sexualidad de Ripley.

Su mismo matrimonio resulta tibio: "No hacían el amor a menudo, no lo hacían siempre que Tom compartía su cama, pero cuando lo hacían Heloise se mostraba cálida y apasionada". Heloise tiene una oportuna amiga íntima, Noëlle, con la que viaja constantemente, dejando el campo libre para las cenagosas actividades de Ripley.

Tom demuestra insospechadas querencias bohemias: en Nueva York, se instala en el Chelsea Hotel. Pero sabemos que es un bon vivant con aspiraciones de burgués ilustrado: toma clases de clavicémbalo. Al escuchar Satellite of love, se siente incómodo e insiste en cambiarlo por Iberia, versión de Michel Block. Decide que Isaac Albéniz supera a Lou Reed: "Poesía musical comparado con lo otro, poesía sin las trabas de unas palabras humanas con mensaje".

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