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Columna
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Lo que hay en un nombre

Juan Cruz

Los que hemos tenido el privilegio de trabajar con Isabel Polanco en el proyecto iberoamericano de Santillana sabemos que lo que hay en el nombre de este premio, el Premio Isabel Polanco, es mucho más que la identificación de un nuevo concurso literario.

Cuando asumió la dirección de Santillana, a mediados de los noventa, Isabel Polanco decidió consolidar con los libros la que había sido la pasión de su padre por América. Viajó tanto, se ocupó tanto de esa tarea que le había confiado Jesús, que parecía que ya estaba destinada para siempre a vivir en un avión, yendo y viniendo. Su entusiasmo no tenía que ver tan sólo con la obligación administrativa de conducir una empresa. Era, en cierto modo, y a ella le gustaba esa palabra, una misión, algo que le venía de muy hondo, y la llevaba a hacer unos sacrificios que, al fin, también tuvieron que ver con los quebrantos de su salud.

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Un premio que consolida un sueño

No hubo ningún desmayo en aquella vocación iberoamericana; como editora, además, sabía que en el desempeño de esa misión no tenía que ver tan sólo los resultados, sino que tenía que ocuparse de las personas, de los autores, de los que trabajaban con ella, de lo que significaba, en el momento que le tocó en la vida, la apuesta iberoamericana para una española de su generación. Se involucró de una manera muy especial en el trato con los autores, porque sabía que sin esa savia las editoriales no son nada. Su decisión de poner en marcha el Premio Alfaguara, que fue una creación suya, tenía que ver con esa misma vocación: apoyar la literatura en ambos lados del Atlántico para aproximarla a los potenciales cuatrocientos millones de lectores que leen en español.

A ella le había gustado mucho aquella frase del ensayista mexicano Gabriel Zaid: "Hay que poner el libro en la conversación de la gente". Y dedicó muchísimo esfuerzo a convertir en acontecimiento cultural cualquier acción de Santillana destinada a buscar lectores en todos los rincones del territorio de La Mancha del que habla Carlos Fuentes. Este premio que ahora lleva su nombre se convierte en este momento en un símbolo de esa trayectoria que la muerte truncó tan pronto.

Isabel era una mujer de una enorme nobleza, y de una fortaleza que arrastró todas las dificultades que le impuso la enfermedad, hasta que ya esa fuerza dejó de ser suficiente. La suya era una fe inquebrantable en los valores de la vida, la solidaridad, la amistad, el sentimiento de que sin los otros cualquier esfuerzo cae en el vacío. Murió poco después de que falleciera su padre.

Los dos, padre e hija, sintetizaron esa magia que está detrás de la ilusión de publicar y de juntarse con los escritores para animarles y para entenderles. América, para ambos, era un destino; que el origen del premio que lleva el nombre de Isabel sea Guadalajara, en México, es un símbolo que a ella la hubiera colmado de ese orgullo que ella administraba con la sensatez de los que creen que vivir es siempre compartir con otros la alegría de cualquier logro.

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