¿Cómo se dice sentido común?
El lunes pasado, una delegación de Nicaragua acudió a la Comisión de Cooperación y Solidaridad en el Parlamento de Cataluña. David Minoves, secretario de Cooperación de la Generalitat, decidió expresarse durante el encuentro en catalán. Tiene todo el derecho a hacerlo, y acaso no fuera baladí hacer una pequeña exhibición ante los nicaragüenses para mostrarles, por si no se habían dado cuenta, que en Cataluña se habla en catalán (y que, por tanto, también en sus instituciones se utiliza esa lengua). Así que, con la aplastante lógica de favorecer el entendimiento entre unos y otros, se contrató a un intérprete para que tradujera al castellano lo que se dijera en catalán, de manera tal que los nicaragüenses se enteraran de lo que se les quería decir.
Es cierto que cualquier traducción trae asociado el engorro de los auriculares (y el gasto de contratar a los intérpretes), pero también es cierto que los diputados tienen derecho a hablar catalán en el Parlamento. Que dominen perfectamente el castellano es algo secundario cuando están en juego los símbolos de la patria. No es incongruente, por tanto, que la veintena de nicaragüenses escucharan en catalán (y por los auriculares en castellano) las acciones que el Govern ha puesto en marcha en su país en materia de cooperación.
No tiene, pues, pase alguno que se realice la más mínima crítica a aquellos diputados catalanes que decidan expresarse en catalán en la Cámara catalana. Están en su derecho y si hace falta que sus palabras se traduzcan al castellano, pues se traducen. Punto.
Lo que ya resulta incomprensible es que los encargados de la visita contrataran también a otro intérprete para traducir al catalán lo que se dijera en castellano. Cuando esto ocurría, ni uno solo de los asistentes se servía de los auriculares. Y no lo hacían por una sencilla razón: todos hablan perfectamente castellano y, por raro que les resultara el acento de los nicaragüenses, ninguno necesitó la traducción al catalán. ¿Por qué entonces ese dispendio? No sólo es que en este segundo caso se tirara el dinero (el servicio de traducción costó 1.000 euros). Es que se puso en escena con extrema brillantez lo lejos que se puede ir en hacer el ridículo cuando se deja de lado lo principal: el sentido común.
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