Una ecuación imposible
Las sociedades democráticas más sólidas son las que elaboran sus leyes desde el consenso, con vocación de permanencia. Éste, que es casi siempre un objetivo deseable, se convierte en una exigencia cuando se legisla sobre el reparto de los recursos que entre todos aportamos al sostenimiento de servicios públicos. Cuando los gobiernos hacen suya esta premisa, aciertan. Cuando renuncian a ella, se equivocan de plano. Que es lo que acaba de suceder con la nueva Ley de Financiación de las Comunidades Autónomas.
El Gobierno puede pensar que le salen las cuentas, políticamente hablando, por recabar los votos mínimos para aprobar este proyecto de ley. Pero las cuentas no les salen ni a las comunidades autónomas, ni a España, ni a los españoles.
Le falta a esta ley sentido de Estado. Pero también sentido de la realidad. En tiempos de penuria fiscal no es realista plantear un modelo de financiación que obvia la caída de la recaudación de los ingresos. Ni sensato hacerlo a cuenta de expandir el gasto e incrementar el déficit. En esta misma tribuna ya advirtió Felipe González que este debate puede "ir a contracorriente de las prioridades" que exige la actual "coyuntura de crisis".
Y es que esta reforma nace de espaldas a la situación económica de España. Todas las administraciones públicas han perdido un tercio de sus ingresos desde 2007. Aun así, el Gobierno ha anunciado 11.000 millones más al año para la nueva financiación. La realidad es que esta cantidad no está recogida ni de lejos en los Presupuestos para el próximo año. Y además se compensa con las cantidades que las comunidades autónomas tendrán que devolver al Estado por el error de cálculo de los anticipos recibidos en 2008 y 2009. La ecuación es imposible: el Gobierno promete más recursos cuando hay menos ingresos.
Quizá por este motivo, a estas alturas, siguen sin explicar cómo se repartirán esos 11.000 millones de euros "virtuales". Y es que la transparencia y la nueva ley son cosas antagónicas. Si opaca fue su negociación, el reparto final sigue siendo un enigma. Sostiene el Gobierno que el nuevo modelo incrementa la autonomía financiera de las comunidades autónomas. No es cierto. El sistema propuesto no incentiva políticas económicas que creen empleo y bienestar y castiga a las autonomías que prefieran ser austeras en el gasto y bajar los impuestos.
Y lo que es peor, el nuevo modelo no es solidario. Los famosos 11.000 millones se repartirán de forma arbitraria mediante fórmulas negociadas por debajo de la mesa que priman a las autonomías con más renta.
El Gobierno es consciente de todo ello, pero su objetivo nunca ha sido mejorar la financiación de la educación o la sanidad, ni dotar a las autonomías de más instrumentos para luchar contra la crisis. Han convertido una reforma que debiera ser un fin en sí misma en un instrumento para otros fines. No la hacen porque sea necesaria, ni para mejorar las cosas. La imponen acuciados por sus propias necesidades políticas. La emplean como un instrumento al servicio de una política partidista.
Las cosas pueden hacerse de otra manera y hacerse bien. Hay otra alternativa. Un buen modelo de financiación pasa siempre por un proceso de amplio consenso político, social y territorial. Un buen modelo de financiación en tiempos de crisis pasa, además, por definir de forma realista, año a año, un escenario de gasto y recaudación. Y por asumir todas las administraciones públicas un ejercicio de austeridad y reformas para recuperar la actividad económica y generar empleo. Se trata de precisar qué servicios y prestaciones sociales deben mantenerse a cada costa. No tardaríamos en ponernos de acuerdo sobre cuáles son: sanidad, educación, servicios sociales, justicia o seguridad, entre otras. Y, hecho este ejercicio, que la financiación la reciba quien tenga la competencia, ya sea el Gobierno central, el autonómico o el local.
Un buen modelo de financiación exige, en definitiva, un gran acuerdo nacional para impulsar los principios de justicia, igualdad, solidaridad y eficiencia económica. La Constitución afirma que los ciudadanos son iguales ante la ley, vivan donde vivan, piensen como piensen y voten como voten. Por eso, los españoles no merecemos una ley que impide que todos tengamos los mismos derechos y el mismo trato. Desigualdades que la nueva ley consagra y que el interés general rechaza.
Soraya Sáenz de Santamaría es portavoz del Grupo Popular en el Congreso.
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