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DESPIERTA Y LEE
Columna
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Tres brujas y un ratón

Fernando Savater

Cuando se lo propone, septiembre puede arrebatarle a abril el título de mes más cruel que T. S. Eliot le concedió. Aún rumiaba amargamente la noticia tristísima de la muerte del querido Toni López, el hombre de Tusquets (Beatriz, un beso, muchos besos) cuando me entero del fallecimiento de Carlos Aladro. Con él se va gran parte de los mejores y más fructíferos recuerdos de mi primera juventud.

Carlos Aladro era profesor de primaria en el colegio madrileño del Pilar cuando yo estaba acabando el bachillerato. Pero, sobre todo, era un hombre de teatro. Y me contagió su pasión. Formó un grupo de teatro infantil llamado El Ratón del Alba y montaba obras escritas e interpretadas por niños menores de diez años. Como eran muy breves -intensas, dramáticas o cómicas, de una lucidez desconcertante-, de vez en cuando yo escribía alguna cosita para completar el programa. Es difícil transmitir ahora el encanto y la categoría artística de aquellas sesiones. Porque los párvulos escritores no eran sólo pilaristas, sino que también se incluían piezas de niños del Pozo del Tío Raimundo, cuya alma era todavía por entonces el padre Llanos. El contraste entre las visiones del mundo de unos y otros era una auténtica terapia subversiva en aquellos años finales del franquismo.

Con Carlos Aladro se va gran parte de los mejores y más fructíferos recuerdos de mi primera juventud

Pero también los mayorcitos hicimos teatro bajo la dirección de Carlos: yo debuté con él interpretando -¡Talía me perdone!- el monólogo de Antón Chéjov Sobre el daño que hace el tabaco, nada menos que en el María Guerrero, en una matinal. Después hicimos Alejandro Casona, Ghelderode, Ugo Betti... Lo importante para mí eran las interminables charlas con Aladro, de cuyos labios oí por vez primera una serie de nombres ilustres y casi sagrados: Stanislawsky, Gordon Craig, Meierhold, Erwin Piscator... Durante un mes de agosto inolvidable, recluidos los dos en un chalet de Torrelodones, preparamos una versión de Macbeth que luego se representó en el salón de actos colegial. Pocas veces he sido tan feliz como aquellas tardes en que, al llegar el crepúsculo, imitábamos a las tres brujas y éramos parte de las hermanas fatídicas girando y girando en torno al caldero del irónico destino.

También nos dedicábamos a la revolución incruenta, no se crean. Discutíamos mil estrategias, ideológicas más que lógicas, contra la dictadura y hasta íbamos juntos a las entonces no muy frecuentadas manifestaciones madrileñas del Primero de Mayo. Muertos de miedo, claro: él, porque si le detenían perdería probablemente su trabajo de maestro, y yo por miedo a perder mis gafas, lo que hacía que me las quitase preventivamente y en las cargas policiales solía correr hacia los grises en lugar de alejarme de ellos... Después, las cosas de la vida. Él volvió a Andalucía, yo seguí los estudios, apenas volvimos a vernos. Supe que había enfermado, que vivía retirado, casi monacal y aunque le hice llegar mensajes de cariño nunca tuve ocasión de ir a visitarle. Una pena, es mi culpa.

Cierto día leí en el periódico que se estrenaba una obra dirigida por Carlos Aladro. Perdonen el tópico, pero me dio un vuelco el corazón. Se trataba de su hijo, claro está, que hoy es un excelente y entregado hombre de teatro. Entonces pensé que yo también soy hijo de Carlos Aladro: de su ánimo rebelde de perpetuo disidente, de su pasión por la función educativa del arte, de su fervor por la infancia. Al conocer ahora su muerte recordé nuestras risas y nuestro empeño, mientras el tirano acosado blasfemaba contra otro tirano mayor: "El mañana, el mañana, el mañana...". Y tantos perdidos ayeres.

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