Una lección de Larra
Dice Edward Dahlberg que "el ciudadano se protege a sí mismo de la genialidad mediante el culto a los iconos" y que, "gracias al toque de la vara de Circe, los alborotadores excelsos se transforman en bordados porcinos". Se celebra este año el bicentenario del nacimiento de Larra, que en su época fue un excelso alborotador y que ahora quizá esté a punto de convertirse en un bordado porcino; el toque de la vara de Circe ha sido quizá su elevación a la categoría de clásico, un honor que equivale a menudo a una secreta pena de muerte: entre nosotros, un clásico no es casi nunca un libro que merece leerse porque nunca acaba de decir lo que tiene que decir, según observó Calvino, sino un libro que, porque es viejo y fuimos obligados a hojearlo en el colegio, ya nos ha dicho todo lo que tenía que decirnos. Esta desgracia explica que ahora mismo Larra parezca sobre todo un icono, un icono regeneracionista para quienes creen que Larra se levantaba cada mañana con un tremendo dolor de España o un icono del periodismo para quienes creen todavía en el futuro de ese género al parecer en extinción. Por lo demás, no digo que Larra fuera un genio, pero me gusta imaginar que su muerte prematura le privó de demostrar que lo era y que, en medio de la desolación literaria del XIX español, representa la posibilidad frustrada de una literatura equiparable a la francesa o la inglesa; hechas las sumas y las restas, fue, en todo caso, el mejor prosista de su siglo -mucho mejor que Clarín, muchísimo mejor que Galdós- y un escritor revolucionario y rigurosamente actual.
Pensarán que exagero; no exagero. Tal vez la zona más celebrada de la obra de Larra sea la que abarca los llamados artículos de costumbres; con razón: en esas estampas de época estaba ya en germen el novelista extraordinario que sin duda había en Larra, dotado de un humor, una capacidad de comprensión de lo humano y un sentido dramático excepcionales. Relean si no su artículo quizá más conocido: El castellano viejo. Como es frecuente, Larra se presenta en él como un infeliz, como un pobrecito hablador -ése es el nombre del periódico particular donde publicó el texto-, vagando por la calle en busca de tema para su artículo, abstraído y tropezando y hablando y riéndose solo hasta que es brutalmente abordado por un conocido que le obliga a asistir a su fiesta de cumpleaños. Larra acepta a la fuerza, y a partir de ese momento el artículo se desdobla en un retrato y un relato: un retrato del anfitrión, un energúmeno maleducado, intolerante, patriotero y orgulloso de su vulgaridad, su ignorancia y su hiriente franqueza; y un relato salvajemente hilarante de una fiesta de cumpleaños en la que el narrador es una y otra vez humillado y ensuciado, en la que los comensales se pelean entre sí, y la comida y el servicio son pésimos, y los capones "muertos y asados" vuelan por encima de las cabezas, y los niños disparan huesos de fruta, y torres de platos se hacen trizas contra el suelo, y todo es una catástrofe absoluta gracias a la absoluta grosería del anfitrión. Al final, el narrador huye de la fiesta dispuesto a "olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes ( ) que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación", y el artículo se vuelve una denuncia explícita y demoledora del primitivismo de la clase media española. Demoledora no por lo que dice, claro está, sino por cómo lo dice.
Igual que casi todo el costumbrismo de Larra, El castellano viejo es una ficción; es cierto que desde que se publicó se ha leído como un relato real, sobre todo porque apareció en un periódico, pero salta a la vista que se trata de una ficción, o si se prefiere de una autoficción, es decir, de una reelaboración de experiencias verídicas con finalidades estéticas y morales: es simplemente insensato creer que todas las cosas que narra ese relato delirante ocurrieron u ocurrieron donde y cuando se cuenta que ocurrieron. Como en cualquier ficción, como en todo el costumbrismo de Larra, en El castellano viejo la invención fundamental es el narrador; ese narrador es de Larra, pero no es Larra: es, como en cualquier ficción, una máscara que adopta Larra para decir lo que quiere decir; ese narrador es un narrador esencialmente autoirónico, un narrador que se ríe de sí mismo, que no se coloca por encima sino por debajo del lector, que (a diferencia de quienes se hacen siempre los listos porque son muy tontos) se hace siempre el tonto porque es muy listo, que nunca confunde la crítica con las malas pulgas, que siente alergia por el sermón y la reprimenda y que, como La Rochefoucauld, piensa que la seriedad es otra máscara, la máscara que se pone el cuerpo para ocultar la putrefacción del espíritu. Aunque conoció avatares diversos hasta sumirse en la melancolía autocompasiva del final, en Larra ese narrador es siempre el mismo y es quizá la gran creación de Larra; también su gran revolución; también su más potente lección moral y literaria (o, por lo menos, un potente antídoto contra la doble monserga del dolor de España y de la extinción del periodismo). Yo creo que ese narrador no ha dicho todavía todo lo que tiene que decir, y que no sólo tenemos todavía mucho que aprender de él quienes escribimos en los periódicos.
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