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ANÁLISIS
Columna
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Un destino marcado

Toni García

Dicen que somos lo que comemos y, como en casi todos los tópicos, algo hay. Roman Polanski (1933, París) no tuvo una infancia feliz: la comida escaseaba y sus padres tuvieron la mala idea de volver a Polonia desde Francia sólo dos años antes de que estallara en el continente la II Guerra Mundial. La ocupación nazi los envió a sendos campos de concentración y su madre perdió la vida en Auschwitz.

Roman consiguió escapar del gueto y vivió como pudo en los bosques polacos hasta que la invasión aliada le permitió empezar de nuevo, o por lo menos intentarlo. Ya en los años cincuenta, con una mochila llena de malos ratos, y a la sombra de su padre, empezó a trabajar como actor con Andrzej Wajda para poco después iniciar sus estudios de cine en Lodz, sede ahora del festival de cine más famoso de Polonia. A principios de los años sesenta decidió volver a Francia y desarrollar su propia carrera, basada en una personalidad amante del tormento, el morbo y en general de lo más intrínsecamente retorcido que hay en el ser humano: al fin y al cabo, lo que el propio Polanski había mamado en su infancia. Sus primeros filmes, Repulsión y Cul-de-sac, son ya hijos putativos de la extraña cantimplora del director, además de una patada en el estómago del atónito cine convencional.

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El inevitable salto a Hollywood se produce poco después: primero, como un niño que prueba un trampolín para ver si resiste, firma El baile de los vampiros, y luego, ya con los colmillos afilados y una sorprendente ausencia de complejos, La semilla del diablo, que muchos definen como su obra cumbre y la plasmación fílmica más completa (y compleja) de sus obsesiones. Sin embargo, lo que se prometía como el inicio de una carrera imparable se frena en seco por culpa de un tipo llamado Charles Manson, que envía a sus acólitos a asesinar a la actriz Sharon Tate (esposa del realizador y embarazada de ocho meses) y a los demás invitados a una fiesta en la mansión de Polansky. El director no está en casa pero Tate y sus huéspedes son salvajemente asesinados y éste decide volver a Europa.

Su vuelta a la meca del cine se produce a mediados de los años setenta con Chinatown, que la crítica estadounidense recibe con fervor, augurándole a Polansky un futuro brillante. Pero esta vez es el realizador el que se niega cualquier posibilidad de éxito: el 10 de marzo de 1977, después de una sesión fotográfica en una mansión de Mulholland Drive, en Los Ángeles, Polansky embriaga y droga a una adolescente de 13 años de la que luego abusa, y es acusado en consecuencia de un delito de violación.

El realizador decide poner tierra de por medio con el Tío Sam a sus espaldas y, ayudado por el tratado de extradición limitado de Francia con Estados Unidos, consigue eludir a la justicia durante 32 años. Tres décadas en las que ha tenido tiempo de dirigir películas como El pianista (por la que ganó un Oscar que no fue a recoger), La novena puerta, Lunas de hiel o Frenético.

El azar, siempre indiferente, ha querido que su detención haya coincidido con la muerte de Susan Atkins, asesina confesa de Sharon Tate, hace ahora 40 años.

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