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Columna
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El fantasma de las bases

¿Va a disponer Estados Unidos de auténticas bases en Colombia? ¿O se trata sólo de un apeadero, entre guerra y guerra, para un café? Los dos grandes interesados, los presidentes Álvaro Uribe, de Colombia, y Barack Obama, de Estados Unidos, dicen que de ninguna manera, pese a que el primero había dejado que la idea de que sí lo eran se hinchara como un globo en la prensa colombiana y trompeteara sobre América Latina, mientras el segundo callaba porque tenía asuntos más urgentes que atender. Y es hoy técnicamente imposible responder al interrogante, porque no hay información sobre los términos precisos del acuerdo entre Washington y Bogotá. Pero la letra del pacto es casi irrelevante, porque sus efectos tienen vida independiente de las causas que los originaron, y no siempre la deseada.

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Uribe hizo una oferta a Estados Unidos de esas que no se pueden rechazar y, no por casualidad, cerca ya del fin de su segundo mandato, cuando el tiempo comenzaba a apurar, para decirle al país si iba a intentar o no la reelección. Y tanto si es que sí como que no, el presidente prefería que fuera estrechamente abrazado a Estados Unidos, motivo por el cual ofrecía a Washington siete puntos de apoyo en territorio colombiano aunque sólo, como asegura, para la lucha contra el narco, lo que puede ser perfectamente cierto y a la vez dar igual que así sea, porque éstos son precisamente los efectos que gozan de vida independiente.

La mayor parte de América Latina no ha visto, sin embargo, con buenos ojos la iniciativa: desde Hugo Chávez, en Venezuela, que se inquieta en primera lectura ante la vecindad de las armas norteamericanas, pero también encuentra motivos para celebrar la iniciativa porque le permite evocar la imagen del imperialismo yanqui, mientras recaba el privilegio de encabezar personalmente la resistencia, hasta el brasileño Lula, que debe resignarse a ver cómo Colombia se distancia de un futuro bloque de poder latinoamericano, que es el proyecto educadamente hegemónico de Brasil para el mundo; y esto es así porque un país que albergue bases extranjeras mal puede asociarse a ese plan, además de constituir un pésimo ejemplo para todos los demás. Por eso, el líder colombiano acaba de realizar una gira por siete países entre afectos, desafectos y que-no-me-compliquen-la-vida para explicar que no hay tales bases sino sólo un refuerzo menor de la presencia norteamericana en Colombia. Y haciendo unas cuentas que para sí quisiera el Gran Capitán, Bogotá llegaba a la conclusión de que de siete, cinco aceptaban las bases, ignorando deliberadamente para ello los eufemismos del lenguaje diplomático que cuando dice que ha habido "conversaciones constructivas" quiere decir que el desacuerdo ha sido total, y cuando añade que han sido "francas", que se han tirado los trastos a la cabeza. La realidad es que sólo Perú ha apoyado plenamente la aventura, y que cuando Chile, Uruguay y, muy bajito, Paraguay han dicho que respetaban la soberanía colombiana, lo que hacían era apuntarse al a-mí-no-me-compliques. Bolivia y Argentina, en cambio, han pronunciado un sonoro no; y finalmente Brasil, aunque también entonaba la salmodia de la soberanía, dejaba muy claro que eso sólo valía si no afectaba a los demás países de la región. Y es evidente que afecta, como prueba la cumbre de Unasur del lunes pasado en Quito, donde los dos bandos eran el chavismo, crítico hasta el dramatismo, con Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua; y los contemporizadores, pero no por ello favorables a Colombia, como Brasil y Argentina; y el acalorado debate tenía que posponerse a una cumbre especial en Buenos Aires.

Lo esencial, sin embargo, no es ni la amenaza militar, porque Estados Unidos no necesita tomar tierra en Colombia para amenazar a Venezuela, ni el disco duro del acuerdo, porque en los términos utilización de las bases cabe todo. Lo decisivo es lo simbólico. Estados Unidos se instala en América Latina como no lo estaba en la base ecuatoriana de Manta -80 efectivos, en su mayoría técnicos de comunicaciones- desmantelada por el presidente Correa. Esa presencia política, no militar, es la que presiona sobre el bloque chavista, y con la que Colombia convoca a todos los contrarios a la visión radical latinoamericana de Hugo Chávez e, inevitablemente, tampoco la de Brasil acaba de entusiasmar ni a Washington, ni a Bogotá. Y esa es, dándole la vuelta a la sobada cita de Clausewitz, también otra forma de hacer la guerra.

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