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PALOS DE CIEGO
Columna
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En defensa ajena

Javier Cercas

1 Lo malo de escribir es que tarde o temprano uno acaba tragándose lo que ha escrito. Lo bueno de escribir es que uno siempre tiene algo que llevarse al estómago.

2 Nunca me gustaron los perros. La culpa de esto, como de casi todo, la tiene mi padre, que era veterinario de pueblo. En las ciudades hemos olvidado que en el principio de los tiempos hubo una guerra universal entre hombres y animales, y que los hombres acabaron ganando; eso en el campo no lo han olvidado, o por lo menos la gente del campo actúa como si no lo hubiese olvidado: tienen una concepción rigurosamente utilitaria de los animales; son rigurosamente antropocéntricos. A mi padre le gustaban mucho los animales y despreciaba a la gente que les infligía un sufrimiento gratuito, pero consideraba que los animales están al servicio del hombre, no entendía de qué le hablaban cuando le hablaban de animales de compañía y tampoco entendía de qué le hablaban cuando le hablaban de los derechos de los animales: su argumento era que los animales no tienen deberes, y que alguien que no tiene deberes no puede tener derechos. En el segundo recuerdo que conservo de él, mi padre está ahuyentando a manotazos a dos perros enormes en la playa de S'Agaró, mientras mi madre y sus cinco hijos le esperamos aterrados bajo una sombrilla; en el tercero, mi padre le está pegando una bronca escalofriante al propietario de los perros. Como la gente de campo, mi padre consideraba que un perro en la ciudad es un intruso; como la gente de campo, mi padre pensaba que un perro es un lobo atrofiado, y que para ser plenamente perro debe vivir en el campo.

"Ahora no llevo a mi perra del brazo porque todavía no ha aprendido a caminar a dos patas"

3 Mi aversión a los perros se multiplicó en cuanto tuve un hijo y empecé a llevarle al parque y empecé a notar que el parque estaba lleno de excrementos de perro, y sobre todo, en cuanto empecé a notar que algunos niños los confundían con tigretones de chocolate y se los llevaban a la boca; también en cuanto leí que en Gran Bretaña uno de cada tres niños ha sido atacado alguna vez por algún perro. Un día comprendí que a mi hijo le había llegado su turno cuando, desde el otro lado del parque, un descomunal pastor alemán negro arrancó a correr hacia él mientras el amo lanzaba un alarido espantoso: "¡Detente, Satán!". Mi primer impulso fue salir corriendo, pero me acordé de mi padre en la playa de S'Agaró y, sabiendo que iba a ganarme la palma del martirio, me interpuse entre mi hijo y la bestia, cerré los ojos y traté de rezar, pero no me salió; ocurrió, sin embargo, el prodigio: el amo cazó al perro, a duras penas lo sujetó y se lo llevó a rastras. Días después publiqué un artículo: se titulaba En defensa propia, y en él, después de denunciar el fascismo perruno, propagaba las virtudes del Radarcan, un chisme ahuyentaperros que emitía un sonido imperceptible para el ser humano, pero tan molesto para un perro que lo obligaba a huir. Días después, Vázquez Montalbán me contestó en otro artículo: vino a decir que yo era un descerebrado y que los fascistas no eran los perros, sino los amos de los perros. Fue uno de los días más grandes de mi vida: de boquilla insulté a Vázquez Montalbán, juré no volver nunca más a leerlo; por dentro me sentí más o menos como el primer día en que mi padre leyó un artículo mío.

4 Basta de marear la perdiz: llegó el momento de decir la verdad. Soy el amo de una perra. La culpa de esto, como de todo, salvo de lo que la tiene mi padre, la tiene mi hijo, que se empeñó en tener una perra. Por supuesto, yo me negué, pero, como soy un padre permisivo y pusilánime, acabé cediendo. Desde entonces mi vida ha ido de mal en peor. Al principio hacía como si la perra no estuviera en casa y pasaba a su lado con la cabeza muy alta y sin dirigirle la palabra; ahora mi mujer protesta porque me tiro el día cuchicheando con la perra y porque paso más tiempo con la perra que con ella. Al principio mi perra respondía a mi desprecio con desprecio; ahora ya sólo le falta llevarme el desayuno a la cama. Al principio sacaba a mi perra de casa a escondidas, para que los vecinos no me vieran pasear con ella y recogerle la caca; ahora la paseo a pleno día y no la llevo del brazo porque todavía no ha aprendido a caminar a dos patas. Y, en fin, no digo más, porque en esta columna estoy obligado a decir la verdad, pero no a revelar detalles comprometedores de mi vida íntima. Baste añadir que me he convertido en un intolerante peligroso en materia canina. No hace mucho le leí a Savater que el perro es una especie de lobo atrofiado, "el resignado y algo histérico bicho que parece convencido de ser el mejor amigo del hombre, puaf", y me pillé un rebote tremendo: ¿cómo que resignado?, ¿cómo que histérico?, ¿cómo que puaf? "Vente a mi casa y te presento a mi perra, Savater", pensé. "Te vas a enterar de lo que vale un peine". Y también pensé: "¿A que no tienes huevos de decirme eso en la calle, Savater?". Luego, avergonzado, recapacité. "Soy un descerebrado", pensé. Y también pensé: "El día menos pensado me hago de la asociación de defensa de los animales". Y también: "Si mi padre levantara la cabeza". Y también: "Esta maldita perra me está matando".

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