Obama pone a prueba en Moscú su diplomacia
En la gira que comienza hoy en Rusia, elpresidente de EE UU está obligado a lograr resultados tangibles en política exterior
Aunque seguramente marcada por el gigantesco simbolismo del hijo de un africano que regresa a África convertido en presidente de Estados Unidos, la gira que Barack Obama inicia mañana está obligada ya, a diferencia de las anteriores, a conseguir resultados tangibles en algunos de los asuntos más delicados de la política exterior estadounidense, incluidas las relaciones con Rusia, Irán y Afganistán.
La parada en Ghana, el primer país africano en el que pone sus pies el primer presidente estadounidense negro, será un final amable y enormemente emotivo de una gira que, por lo demás, toca puntos hostiles, como Moscú; de cierta incomodidad para Obama, como el Vaticano, o de grandes expectativas y difícil consecución de éxitos, como la cumbre del Grupo de los Ocho (G-8), en L'Aquila (Italia).
Es un viaje de madurez en la arena internacional para Obama. Así como en política doméstica, el nuevo presidente ha entrado de lleno en el terreno en el que se juega su reelección (el cambio de las reglas de juego económicas, la reforma sanitaria, la reforma energética), esta gira es la primera en la que al líder que ha transformado en cinco meses la imagen mundial de Estados Unidos se le piden, además, algunos logros.
Hasta ahora, a Obama le ha bastado prácticamente con hablar. Lo mejor de su reportorio internacional hasta el momento han sido los discursos: el de El Cairo, por supuesto, dirigido al mundo árabe e islámico, pero también el de Praga, patrocinando un mundo sin armas nucleares, o el de Trinidad, definiendo una nueva era de relaciones con América Latina, o el de Normandía, defendiendo la vigencia de los valores que triunfaron contra el fascismo.
Pero en Moscú, Obama no tiene una audiencia tan receptiva a sus palabras ni las relaciones con Rusia pueden salir del pozo de incomprensión e incomunicación en que se encuentran desde hace años sólo con discursos. Obama va a intentar, además de las conversaciones con los políticos, alguna aproximación directa a la sociedad civil, pero recuperar el clima de colaboración y confianza de los años noventa parece hoy una misión imposible.
Es cierto que el viaje ha empezado con muy buen pie. Portavoces de ambos países confirmaron ayer que Rusia va a permitir el sobrevuelo sobre su espacio aéreo de un máximo de 10 aviones diarios implicados en la guerra de Afganistán, incluidos los que vayan cargados con armas y material militar.
No es una concesión menor, tanto desde el punto de vista político como estratégico, que hacen las autoridades rusas a un presidente que ha hecho del conflicto de Afganistán la guerra de su Administración. Obama quiere aprovechar este acuerdo para darle más voz a Rusia, que perdió una guerra en Afganistán y conoce bien la región, en esas crisis.
El propósito de Obama es darle más voz a Rusia en todas las crisis, reparar, si es posible, algunas de las afrentas hechas en el pasado al orgullo de la mayor nación del mundo y buscar el camino de solucionar las diferencias sin las tensiones del pasado. Como dijo en su día Hillary Clinton, "reprogramar las relaciones". Existe un espacio para el encuentro. Obama y el presidente ruso, Dmitri Medvédev, parecen cerca de poder anunciar un importante acuerdo de desarme nuclear y un marco de negociación para mayores recortes aún de los arsenales atómicos en un futuro cercano. No puede haber mejor gesto de confianza entre las dos grandes potencias nucleares.
Además, aunque Obama no ha renunciado aún al nuevo escudo antimisiles en Europa, es patente que lo defiende con mucho menos entusiasmo que su antecesor y ha dejado un margen para la negociación. Ese margen depende, fundamentalmente, de la relación que Rusia establezca con sus temerosos y débiles vecinos. Obama no va a precipitar el ingreso de Ucrania o Georgia en la OTAN, pero tampoco va a dejar a esos países abandonados a su suerte, y para demostrarlo enviará próximamente a ambos al vicepresidente, Joe Biden.
El presidente norteamericano se adentra, pues, en un terreno lleno de minas y parece tentado a desactivarlas, en parte, recurriendo a la química personal. Sus declaraciones este fin de semana, acusando al primer ministro ruso, Vladímir Putin, con quien se entrevistará en Moscú, de "tener aún un pie en las viejas prácticas" de la guerra fría, dan a entender que Obama pretende concentrar sus esfuerzos (y su afecto) en Medvédev, intentado abrir una brecha que, probablemente, ni existe ni existirá jamás.
Como le dijo a principio de esta semana en Washington la canciller alemana, Angela Merkel, Occidente necesita a Rusia. La necesita para resolver amenazas tan serias e inminentes como Irán. La reacción de los ocho países más poderosos de la Tierra a la crisis iraní cuando se reúnan a partir del miércoles en Italia será otra de las pruebas del liderazgo de Obama.
Resuelto el problema interno desde el ángulo del régimen islámico, la política norteamericana respecto a Irán ha quedado en un punto de cierta indefinición, en el que no se sabe ahora qué pesa más, si la apuesta por el diálogo con el Gobierno de Teherán o la presión para sancionarle por la represión de sus ciudadanos.
Liderazgo es el principal reclamo a Obama en la cumbre del G-8, no sólo por Irán, sino por las todavía inciertas perspectivas económicas del mundo, por las dudas de China a las medidas que Occidente está tomando para recuperar el crecimiento, por la necesidad de apoyo internacional a la ofensiva en Afganistán y, sobre todo, por la ausencia de otros liderazgos alternativos. El triste historial de escándalos sexuales con el que el anfitrión de la cumbre, Silvio Berlusconi, recibe a sus huéspedes es sólo el reflejo del empobrecimiento general de la calidad de los gobernantes.
Desde ese punto de vista, esta cumbre es una oportunidad para todos ellos de enviar un mensaje de confianza al mundo, y para Obama ya no se trata sólo de demostrar humildad y voluntad de multilateralismo, sino también claridad de ideas y dotes de mando.
El calendario de esta gira exige que, después de hablar con los países más ricos, el presidente norteamericano se dirija a uno de los más pobres. En el Parlamento de Accra, Obama intentará encontrar razones para convencer a los africanos de que todavía cuentan para el futuro. Él mismo es una de ellas, por ahora la mejor.
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