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Columna
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Aló ex presidente

No puede decirse que los ex presidentes españoles estén acomodados al papel institucional de la prudencia. Las declaraciones de José María Aznar sobre las estrategias de Rajoy y las advertencias de Felipe González sobre la política económica de Zapatero suelen animar las discusiones partidistas. En países republicanos y de tradición democrática, los ex presidentes cumplen con gusto el papel de abuelos bondadosos, figuras que están por encima del bien y del mal. Como esa labor es desempeñada en España por el Rey, los ex presidentes no encuentran con facilidad su espacio y acaban cobrando un incómodo protagonismo, dedicado casi siempre a tirar de las orejas, con más o menos elegancia, a los sucesores y responsables actuales de sus partidos. El mismo trabajo que le ha costado al Real Madrid jubilar al glorioso Raúl, le está costando al PSOE y el PP jubilar a González y Aznar.

La imaginación es un ejercicio inseparable de la memoria. Soñar se parece mucho a ordenar y desordenar recuerdos. Cuando Felipe González empezó a emitir mensajes sobre la flexibilidad laboral, caí en la tentación de imaginar un discurso solidario. No resulta tan difícil vislumbrar a un ex presidente, especialista en reformas laborales, asumiendo algo parecido a un ejercicio histórico de conciencia. Miren ustedes, señores, yo hice muchas reformas, soporté tres huelgas generales en 1988, 1992 y 1994, y atesoro suficiente autoridad moral para advertir que la causa de esta crisis no tiene nada que ver con los derechos de los trabajadores y que la precariedad laboral no ha servido nunca para reanimar la economía desde un punto de vista social.

La reforma laboral de 1994 tuvo un calado muy importante, y no sirvió para crear empleo. Tal vez sólo fue útil para preparar la llegada al Gobierno de José María Aznar. La victoria del PP no se debió únicamente a los escándalos de la corrupción de aquellos años o a los asuntos turbios de la política antiterrorista encarnada en el GAL, sino a una dinámica de precariedad laboral que dejó sin sentido a la política socialdemócrata. El concepto de voto inútil es peligroso y amplio. Sirve a veces, en los sistemas bipartidistas, para descalificar a las opciones que las leyes electorales y las inercias sociales condenan a la marginalidad. Pero, otras veces, el temor del voto inútil se apodera de las siglas mayoritarias que caen en el cinismo, representan una cosa y hacen otra.

Rodríguez Zapatero y los sindicatos españoles viven una situación muy complicada. A Zapatero le cuesta cada vez más trabajo mantener una retórica de izquierdas para realizar una política económica de derechas. A los sindicatos les resulta difícil encauzar las protestas ante una realidad grave, mientras sostienen al mismo tiempo la prudencia y el diálogo social que exigen los tiempos duros que vivimos. En esta delicada coyuntura, la reforma laboral exigida a gritos por los poderes económicos se convierte en la última línea, en el caballo de batalla, en el emblema de la discusión. Las responsabilidades del debate social, que hoy están en los especuladores y los bancos, verdaderos causantes de la crisis, pasarían de forma inmediata al Gobierno, y los sindicatos no tendrían más salida que empezar a preparar la huelga.

A mí no me disgustaría una huelga general. Como participé de forma activa en las de 1988, 1992, 1994 y 2002 (esta última, ya contra el decretazo de Aznar), me serviría ahora para recordar mi juventud. Pero más allá de ilusiones personales, tengo muchas dudas sobre las consecuencias. Repito: la reforma de 1994 no sirvió para crear puestos de trabajo y le abrió las puertas del Gobierno a la derecha. El ex presidente González debería hacer memoria, en vez de buscar justificaciones ideológicas a las simples apetencias mercantiles de los poderes económicos.

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