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Columna
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De toros y coches

"Uno vive en la memoria de los demás. No hay inmortalidad. Hay memoria". Lo escribió Carlos Castilla del Pino en la plaza de Castro del Río a él dedicada. Tenía razón. Carlos siempre tenía razón.

Era una razón compartida, contrastada. Carlos era, es, será siempre, un humanista, un científico riguroso, un investigador, un lector insaciable, un escritor de sutil y profundo, un exquisito aficionado a la música, un viajero de una curiosidad casi impertinente. Pero por encima de todo, Carlos -don Carlos- valoraba la amistad. No he conocido jamás un intelectual tan cercano, tan atento, tan dulce. Su apariencia a veces huraña era simplemente un mecanismo de defensa de su intimidad. Prefería Verdi a Wagner, Schubert a Mahler. Compartíamos un sentimiento de afinidad con Joseph Roth, pongamos por caso. Amábamos Italia, Grecia o Andalucía, por encima del bien y del mal. El último viaje que hicimos fue a la finca de Las Tiesas, en Cáceres, a ver a unos metros de nuestras narices los toros de Victorino, allí en la dehesa. Los toros, una de sus pasiones, como los coches.

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La lucidez de un resistente

En realidad, la vida entera era su pasión. Luchó como un coloso contra la enfermedad. Por amor a la vida, siempre. Y a Celia, su compañera. Los muchos amigos que le acompañamos en estas horas de pérdida no estamos tristes. Nos regaló su amistad y enriqueció nuestras vidas. Nunca se lo agradeceremos lo suficiente.

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