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Columna
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España es diferente

Durante años hemos vivido el sueño del bienestar. La transformación de la sociedad española supuso un fenómeno indudable, un prodigio más profundo que la transición política de una dictadura a una democracia. Las Cortes franquistas en blanco y negro, que unificaban en la televisión el color de los uniformes, las sotanas y los bigotes de sus señorías, fueron sustituidas por un Parlamento con atmósfera respirable y retransmitido por muchas cadenas. Pero el cambio real se produjo en la calle, en las casas, en las oficinas, en las parejas de novios, en los colegios, en las agencias de viajes, en las tiendas de música, en los grandes almacenes, en los compromisos políticos, en los sueños y en las papeleras.

Un país que había vivido con los códigos de la pobreza se adentraba por fin en el mundo del bienestar, y esa transformación imponía una nueva educación sentimental, un nuevo horizonte de comportamientos, olvidos, exigencias y expectativas. Las costumbres del buen consumidor son muy diferentes, en la pobreza y en la riqueza, a las ambiciones que nacen en las sociedades menesterosas. El camino hacia la libertad, con sus utopías igualitarias y sus deseos de transformar el sistema, se convirtió pronto en una simple extensión del acceso al consumo. Y la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, o la entrada del dinero de la Comunidad Económica Europea en España, reforzó la ilusión del milagro económico. Un paisaje de nuevas infraestructuras decoró el escenario para dejarnos ver la representación de un progreso de alta velocidad.

Aunque su número fue reduciéndose de año en año y de proceso electoral en proceso electoral, algunos ciudadanos melancólicos sintieron la pérdida de valores que habían llegado a adquirir sentido en la sociedad prefeliz. Poco a poco se acostumbraron a la desaparición de la política real, al surgimiento de una economía sin Estado, a la privatización de los servicios públicos y a la sustitución de la historia en carne y hueso por los mundos virtuales. Especialmente doloroso fue el espectáculo de la degradación de la intimidad, una fórmula de privatización que convierte a los espacios públicos en vertederos. La libertad sexual, una conquista por la que había merecido la pena dejarse la piel, desembocó en una tristísima y generalizada telebasura.

Tanta melancolía sólo encontraba consuelo en la idea de que España llegaba por fin a la modernidad. Los revolucionarios no habían sabido hacer su trabajo, pero los mercaderes sí, y ya podíamos decir que nuestro país era tan capitalista como Alemania, Francia o Gran Bretaña. Si dejamos aparte las tragedias personales, lo más duro de esta crisis es que nos ha demostrado que España sigue siendo diferente. Algo se ha hecho muy mal con el dinero propio y con las subvenciones ajenas cuando sufrimos un 16% de paro frente a una media europea del 9%. No hemos sabido aprovechar la época de bonanza, nuestra modernidad ha sido una chapuza, una simple locura inmobiliaria que ha devorado los litorales y ha transformado las ciudades en un inmenso suburbio.

Ya sé que son opiniones desalentadas, de alguien que escribe con el alma en los pies. Pero es que mi alma no ha encontrado mejor sitio en el que esconderse durante la visita de monseñor Bertone, enviado por el Vaticano para decirnos cómo debemos nacer, vivir y morir los españoles. Primero fue recibido por los Reyes, el príncipe de Asturias, el presidente de Gobierno, la vicepresidenta y el ministro de Asuntos Exteriores; después, se reunió con 60 obispos con el fin de criticar nuestras leyes más democráticas. El ilustrado Nicolás Masson de Movilliers, al escribir sobre España en la Encyclopédie méthodique, afirmó que se podía esperar poco de un país que le pedía permiso a los curas para pensar. Hace casi 300 años, y seguimos igual. España es diferente.

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