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Adiós a un coloso de las letras estadounidenses
Columna
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El cortejo a las palabras

Escribía John Updike para saber cómo vivimos, y escribir era mirar para conocer el valor de las cosas inmediatas: "Un viejo cartón de leche vale más que una rosa". Yo leía sus artículos sobre arte en The New York Review of Books, a propósito de exposiciones en Nueva York o Washington, retrospectivas de Klimt o Turner o Seurat, y lo que descubría era siempre su búsqueda de "la claridad de las cosas". El crítico Updike prestaba atención a los pintores, como si fueran personajes de sus novelas, a lo que los críticos dijeron de ellos, a su suerte con los coleccionistas, a su formación, a la lucha con los maestros y los orígenes familiares. Updike fue un escritor absolutamente preocupado por la vida en familia, o por la disolución de las familias, más fuerza centrífuga que centrípeta. Sus personajes, como sus pintores, parecen hacer compatibles el deseo de huir del mundo y el deseo de mirarlo lo más minuciosamente posible.

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Hablaba, a propósito de Turner, de la "fidelidad a la mezcla de sombra y translucidez" que ofrece la realidad, o de "la temprana fascinación del pintor con lo que ve de un modo imperfecto". Y Updike parecía hablar de sí mismo, del largo cortejo amoroso de Updike a las palabras, de su demorarse en nombrar las cosas, como cubriéndolas de palabras para distinguir y capturar mejor su cuerpo. Es el deseo del pintor de pintar la verdad, incluso cuando lo acusan, como a Turner, de pintar la nada. Se sentía Updike más cómodo con unos pintores que con otros, con unos cuadros que con otros, y caía en la falacia patética de proyectar sus obsesiones en las pinturas ilustres, como le sucedía a propósito de Gustav Klimt y las mujeres.

En los dibujos de Georges Seurat, expuestos en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, hace un año, Updike veía una búsqueda de orden y tranquilidad en la aparente descomposición de lo que se ofrece a la vista y yo, leyéndolo, recordaba su panorama del Nueva York del neoexpresionismo en la novela Busca mi rostro. El rostro buscado, según el salmo 27, es el rostro de Dios, la cara de la verdad. En una de las últimas novelas de Updike la autoridad citada no era la Biblia, sino Matthew Arnold: "Amor mío, seamos sinceros. El mundo que se ofrece a nuestros ojos, como un país de sueños, rico, maravilloso y nuevo, no ofrece alegría, amor ni luz, ni certeza ni paz, ni consuelo al dolor". Y, a pesar de todo, nuestro mundo merece afecto, aunque resulte incómodo. El ensayo de Updike sobre lo más notable de la pintura americana concluía con palabras del poeta William Carlos Williams: "Para el poeta no hay ideas, salvo en las cosas".Su obra es una hermosa letanía que desgrana el sentido de la moral americana

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