La pena de nunca acabar
El mundo es pródigo en horrores. Por ejemplo, las carnicerías y los genocidios perpetrados en el continente africano han sido constantes en las últimas décadas. En Ruanda, en Sierra Leona, en el Congo, en Darfur, se han vivido y se viven escenas de una atrocidad inimaginable. Cientos de miles de personas han sido asesinadas, violadas, torturadas. Ancianos quemados vivos, mujeres abiertas en canal, niños mutilados a machetazos como quien pela una caña de azúcar. Sin embargo, apenas tenemos imágenes de ese horror; y cuando las tenemos, rara vez ocupan día tras día la primera página de los periódicos, como sucede con la tragedia palestino-israelí. Por múltiples razones históricas y políticas, este conflicto brutal e interminable es muchísimo más visible que ningún otro y, pese a su relativa pequeñez (en comparación con las colosales tragedias africanas), ha terminado convirtiéndose en una especie de llaga simbólica, en la herida abierta a través de la cual todos nos horrorizamos de la violencia. El innegable martirio de los palestinos (esas fotos de las mujeres mutiladas por las bombas, esos niños ensangrentados) nos permite dolernos del dolor del mundo.
Aparte de los muchos intereses que hay en juego, que sin duda contribuyen a publicitar la situación, creo que en la visibilidad de la cuestión palestino-israelí influye el hecho de que creemos que sabemos de qué va la cosa. Nadie tiene ni idea de qué pasa en Darfur, pongo por caso (entre otras cosas, porque a nadie le ha interesado explicárnoslo, ni organizar viajes de apoyo, ni promover manifiestos), y a menudo ni siquiera sabemos dónde demonios está Darfur exactamente. En cambio, estamos convencidos de saberlo todo sobre el conflicto de Oriente Medio. Lo cual es verdaderamente extraordinario, puesto que se trata de uno de los enfrentamientos más enrevesados y confusos que hay en el mundo. Pero, ante el desconsuelo del evidente horror (de esa realidad, de esas imágenes), siempre podemos refugiarnos en una tranquilizadora simplificación de buenos y malos.
Yo tampoco sé nada de esta vieja historia de terror entre palestinos e israelíes, pero llevo semanas escuchando cosas que no acaban de cuadrarme. Por ejemplo, que Hamás subió fraudulentamente al poder con un golpe armado: ¿tan pronto se nos ha olvidado que Hamás ganó las elecciones de enero de 2006 con el 65% de los votos? O, desde el otro lado, que Palestina siempre fue árabe y los judíos fueron impuestos desde fuera. Pero el caso es que allí nunca existió un estado árabe palestino: esa tierra formó parte de Siria durante siglos. En cambio, sí existió, a partir de 1300 antes de Cristo, un reino hebreo. Y desde entonces hay judíos en Palestina. Son los llamados sabras, oriundos de la zona desde tiempo inmemorial. En el censo de 1931, hecho por los británicos, había 175.000 sabras.
En fin, es verdad que el Estado de Israel nace legalmente, amparado por la ONU; y que son los países árabes, aguijoneados indecentemente por los británicos, quienes rompen esa legalidad y atacan primero (ver el magnífico libro Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz). Pero también es verdad que esa resolución de las Naciones Unidas era muy difícil de tragar: según la partición decretada por la ONU, los árabes palestinos, que sumaban el 70% de la población, sólo disponían del 43% del país.
La guerra interminable fue reduciendo aún más el territorio palestino (de manera ilegítima) y emponzoñando todo. Es cierto que los israelíes están rodeados de enemigos por todas partes; que sufren constantes agresiones terroristas e intolerables disparos de cohetes; que los árabes buscan su aniquilación y han seguido atacando una y otra vez. Pero también es cierto que, con el bloqueo, Israel ha convertido Gaza en la mayor prisión del mundo, en un matadero en donde millón y medio de personas bárbaramente hacinadas agonizaban en condiciones inhumanas aun antes de que empezaran a caer las bombas. Israel es más fuerte, y eso no sólo le hace más responsable del uso devastador de la violencia, sino que, además, suele arrastrarlo a paroxismos de brutalidad (mientras escribo este artículo, que tardará quince días en imprimirse y publicarse, están bombardeando un colegio); pero, aun así, se trata de un asunto dolorosamente complejo. Hace año y medio, en su casa de Arad, junto al mar Muerto, Amos Oz me hacía esta reflexión estremecedora: "Éste es un conflicto entre dos derechos igualmente legítimos, el de los palestinos y el de los israelíes... Y a veces incluso pienso que es un conflicto entre dos causas igualmente erróneas".
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