21 días tirada en la calle
El vino tinto peleón convierte la vida en un tablao. Manuel canta mientras suena una guitarra flamenca en la plaza Mayor de Madrid y el frío se pasea con un puñal en la mano. A sus 53 años de vida perra, la música le hace sacar un quejío bronco de sus adentros. Son las diez de la noche. Será la única vez que Manuel, un indigente que duerme a la intemperie sobre cartones, sienta que alguien le presta atención en la calle. El resto del día ha sido como un trapo. Él toca las palmas, pero esta felicidad etílica es un espejismo en sus ojos azul hielo. Desde Morón de la Frontera, en Sevilla, de donde es, se fue a Madrid. Lleva ocho años dando bandazos. Su historia se resume en esto: era camarero, trabajó donde hizo falta, montó un bar, la mujer le dejó, se fue de casa y se quebró. Sigue hundido. "Si nadie te tira una cuerda cuando estás en un pozo, no sales. Te resbalas". Hoy, después de tres días sin beber, se ha dado al vino.
Así es la ley de la calle. Que cada uno se las apañe. Manuel es sólo una de las 30.000 personas sin hogar, según cifras de Cáritas, que se resbalan del sistema en España. El 82,7% son varones y su edad media es de unos 38 años. Un tercio de ellos son abstemios y nunca han consumido drogas, pero todos hacen equilibrios. Ante este panorama, la productora Boca a Boca y Cuatro han querido levantar la voz. La periodista Samanta Villar se ha metido en el mundo de las personas sin techo. Dos cámaras, una grande de televisión y otra pequeña que lleva la reportera, graban lo que ocurre. Veinticuatro horas al día durante tres semanas. Samanta ha dormido en la calle, ha pasado frío, se ha colado en el metro, se ha duchado cuando ha podido, se ha hartado de andar, ha pasado hambre... Y sin un duro.
Ésta es la sociedad, con sus manchas. El reportaje, que se emite el próximo viernes, es el primero de una serie mensual titulada 21 días, que es el tiempo que utiliza la periodista para meterse en otras vidas. En el segundo vivirá como una anoréxica. Todas son historias al límite, en las que la reportera se expone a formas de vida ajenas a la mayoría de los ciudadanos. "Es un proyecto novedoso, nunca visto en España, una experiencia no sólo física, sino también psicológica, que conlleva un punto de provocación", señala Elena Sánchez, directora de contenidos de la cadena. Una inmersión que pone a la sociedad frente a sus fantasmas.
Los de Said, un magrebí que lleva 16 años en España, son sus otros yos. Cree (cómo habrá sido su vida) que se merece estar donde está: un coche abandonado en el madrileño barrio de Vallecas donde las humedades y el hedor le hurgan en la autoestima. Su existencia se manifiesta en su rostro demacrado. Un buen día llegó buscando el pan y luego se trajo a su mujer. Después se separó y se empezó a sentir menos que nadie. No tiene dinero y todo es un bucle. Una mierda. A Samanta le viene a la cabeza: qué estará haciendo Said.
Por lo menos hace sol. Diez horas antes de observar cómo Manuel hace eses, Samanta ha caminado hasta el Centro de Integración Social Santiago Masarnau, en la Casa de Campo. Allí almorzará. Manuel debe de estar en la estación de autobuses de Príncipe Pío mirando caras. Matando el tiempo. Entre tanta gente, la reportera ve una cara conocida: "¿Cómo estamos?". Jesús, El Migas, todo barbas, viene desde el aeropuerto de Barajas, donde duerme. Espera como si la cola fuera una metáfora de su vida. Repiquetean los cubiertos.
"Alegría, nos ha nacido un salvador". El irónico cartel no atrapa las miradas. Lo único que redime son los macarrones y las albóndigas. Jesús habla sin ganas. Algo de él indica que tiene problemas mentales: "Llevo 16 meses sin casa. Me metieron en la cárcel por un robo. Salí y me fui adonde un amigo con síndrome de Diógenes. Ahora me ducho en casa de mi madre, que vive con un tío. No tengo buena relación con ellos. Además, tengo que solucionar un problema personal que nadie sabe".
Conversar con Jesús es adaptarse a sus silencios. Después de rebañar el plato se irá a la ONG Realidades, donde participa en un grupo de títeres con el que viajará en marzo a un encuentro europeo en Bélgica. Es la primera vez que sonríe. Ojo, le llaman al móvil y cuelga airado: "Qué pesados. Es gente a la que le debo dinero". Da grandes bocados al pan y las migas se le caen sobre la panza. Buen mote el suyo.
Cuando madrid se llena el estómago y se saca comida de las muelas, en un escondrijo cerca de la plaza de Quevedo sólo se escucha un fastidioso runrún. Dichoso aparato de aire acondicionado... ¿Conrado? Está frito. Va hasta arriba de ansiolíticos. Samanta está cansada y se mete a echar la siesta en su tienda de campaña, entre mantas, comida, alcohol sanitario y las latas donde el muchacho pondrá por la noche un filete a cocinar. "¿Y si arde la ropa?", se preocupó una vez Samanta. Él le contestó con guasa: "Aquí sólo ardo yo, princesa".
La maña lo es todo. Conrado se las ha arreglado para que este espacio que huele a cochambre sea una casa compartida con otro sin hogar, José Ra. Y así van. Otros luchan para que vayan de otra forma. A los trabajadores de Cáritas y de la Federación de Asociaciones de Centros para la Integración y Ayuda de Marginados (FACIAM) les duele la boca de recordar que no existen políticas de vivienda para personas sin hogar y que el acceso a las de protección pública les resulta inalcanzable: se les exigen ingresos mínimos o empadronamiento. El artículo 47 de la Constitución española no los ha tenido en cuenta: "Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias". "Yo ya no me creo nada", dirá Conrado cuando se despierte.
Eso será a las siete de la tarde. Hasta entonces José Ra no le molesta. Se ha ido a pasar el rato a la sede de la Fundación Rais (Red de Apoyo a la Integración Sociolaboral) y hace su aparición estelar. Tiene 42 años, pero es como un niño grande. Lleva 10 años solicitando un piso. En sus 23 años en la calle, ha sido okupa y ha dormido en camiones. No bebe ni nada. A veces le traen a su hijo de 14 años. Y a partir de marzo comienza a recorrer las ferias de toda España con un churrero que le da trabajo. El resto del año busca empleos que no encuentra. Esta tarde que se está poniendo fría se le olvida lo que le falta. Coge su taco de cartas: "¡Cuatro, no, no quiero!". La partida se pone interesante. "¿Quién lleva pares?". Samanta ya está aquí.
Es oír jaleo y Manuel surge de la nada. La boca le huele a alcohol viciado. Las botas de escalada que le han dado en una iglesia, los vaqueros medio cortos y un abrigo enorme le dan aspecto de monigote. No es de hablar, pero hoy va como una moto. Ni se ha sentado con alguno de los libros de Agatha Christie que suele leer con fruición en Rais. Mala señal. Ni quiere comer. Se ha perdido la merienda de las siete y media en el centro de la calle del Pez. Allí, la cola de necesitados impresiona.
Miren. Conrado, al que aún no se le ha visto la cara, se ha despertado. Cuenta cómo ha llegado a la situación actual sin mover un músculo de la cara: "Soy un poco rebelde y he tocado las drogas". Está inscrito en un programa de reinserción de la Comunidad de Madrid. Primer paso: ir a dormir a un albergue por las noches. Segundo: solicitar un piso. Tercero: hacer cursos. Luego, ya se verá. Puede que quizá venga un trabajo para este hombretón con aretes en las orejas y tatuajes. Tiene pinta de pandillero de barrio. Está rapado y José Ra le chincha:
-Péinate un poco.
-Anda, déjame. Que te lo he enseñado todo para vivir en la calle.
-Calla, Shrek. No, no, eres Mr. Proper.
Y se abrazan, pero no es momento para ñoñerías. El sol cae y hay que aparcar coches en la plaza del Conde del Valle de Suchil. En un par de horas Conrado se saca sus 10 euros. A las diez y media irá con José Ra a "hacer la compra a El Corte Inglés". O sea, ir a los cubos de basura de estos grandes almacenes y coger lo que haya. Aún tendrán que esperar un rato.
Como espera Manuel todos los días a que se haga de noche para volver a la plaza Mayor. De camino, pasa por la puerta donde a veces pide limosna. "Es lo que peor lleva", susurra Samanta. Él no quiere ni contarlo. La dignidad se lo impide. Su amigo Ismet, El Búlgaro, una cara plegada sobre sí misma, le espera con un bocadillo de jamón que ha conseguido por ahí. Se fuma una colilla con avidez, como si se fumara los dedos.
El tiempo se estira y pasa entre solidarios. Traen café, palitos de pan y algunas chocolatinas. "La comida es una excusa. Es más por hablar y hacerles un seguimiento", explica la veinteañera Valle. Son las diez de la noche. "Cada uno acarrea sus cartones", regla de oro. Manuel se niega a dormir en un albergue porque no hay plazas para todos los mendigos y hay que conseguir, de cola en cola, "una tarjeta con raya" (para una noche) u "otra sin raya" (para 12 noches). Encima, entre el que ronca y el que forma jaleo, se duerme poco. Nada, que Samanta se tirará en el suelo sobre unos cartones con la palabra "Frágil". Ojalá que ningún niñato borracho, como le pasó una vez, se le tire encima para hacer la gracia. Un susto de muerte que grabó la cámara. Venga, a descansar. Los policías les despertarán dándoles patadas a las claras del día.
Este primer reportaje de '21 días' se emitirá el próximo viernes 30 de enero, a las 23.15, en Cuatro.
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