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Tribuna:La nueva Casa Blanca
Tribuna
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El turno de Irak

Ramón Lobo

Irak ha sido un viaje duro para Estados Unidos: 4.214 soldados muertos y más de 30.000 heridos. Pero más para los cientos de miles de iraquíes muertos y heridos y los millones de desplazados y exiliados. La guerra de liberación basada en mentiras (armas de destrucción masiva, peligro nuclear, vinculación con el 11-S y Al Qaeda) quebró la convivencia de un país que nunca conoció la libertad. Irak, como Líbano, es un crisol de razas, religiones y culturas. Lo que podría ser riqueza se torna en catástrofe en la división.

Las primeras decisiones del virrey neocon Paul Bremer, en mayo de 2003 -disolución del Ejército y expulsión de los funcionarios con carné del partido Baaz-, representaron la disolución de hecho del Estado. Fueron la expresión de una Administración naïf, o peor, peligrosa e incompetente.

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En Ciudad Sadam (hoy Ciudad Sáder) un vendedor advertía en 1993 en voz baja: "Dígale a los americanos que ésta es una revolución de una bala, como mucho de tres", las que debían acabar con Sadam Husein y sus hijos.

George W. Bush no escuchó el consejo y para destronar al dictador emprendió en marzo de 2003 una guerra desigual: un Ejército tecnológico del siglo XXI contra otro diezmado por el embargo y las guerras y con armas de los 70. No hubo combate. En apenas tres semanas se cumplieron los objetivos militares ante las cámaras de televisión (el célebre derribo de la estatua). Sin plan ni medios para el día después empezaron los saqueos que destrozaron la auctoritas del libertador, reconvertido a invasor y ocupante incapaz de proveer electricidad y agua.

Fue el escándalo de las torturas de la prisión de Abu Ghraib lo que hundió al jefe del Pentágono Donald Rumsfeld y puso en retirada política a los neocons. Tras cuatro años en dirección errada, Estados Unidos se vio forzado a variar radicalmente de rumbo en febrero de 2007 y envió 30.000 soldados de refuerzo. El entonces jefe militar en Irak, general David Petraeus, experto en contrainsurgencia, empezó a trabajar con la realidad, y no con la propaganda de su Gobierno. Fue audaz y decidió atraerse (compró, según sus críticos) a la antigua insurgencia suní, una fuerza paramilitar (los Hijos de Irak), que puso en primera línea en la lucha contra Al Qaeda con sueldos de 300 dólares al mes. Desde entonces, la mejoría es evidente: menos atentados, menos muertos, pero el mismo miedo representado en kilómetros de muros de hormigón que separan un barrio de otro en Bagdad.

Nadie se atreve a decir si esta mejora es sólida o si depende de la presencia estadounidense. Los suníes exigen que las tropas sigan en el país; los chiíes radicales, que se vayan de inmediato. Detrás del escenario, el gran vencedor de una guerra en la que no puso combatientes ni muertos: Irán.

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