Arcilla en los dedos
La transición del poder es el momento crucial de cualquier sistema político. No iba a ser menos en el caso de Estados Unidos, donde las cosas se complican por la inmensidad, riqueza y poderío del país. El historiador británico Simon Sebag Montefiori, especialista en la Rusia soviética, considera que sólo uno de los tres grandes imperios contemporáneos ha resuelto civilizada y razonablemente "este momento de la verdad de un sistema político" (IHT, 12 de enero de 2009). La transición en China "es vergonzosamente previsible en su secretismo total", mientras que en Rusia "la inconsistencia y la falta de mecanismos de sucesión son una real amenaza al orden internacional". Sólo EE UU ha conseguido regalarnos con un relevo presidencial que es un prodigio en muchos conceptos: en su fase de elecciones primarias, por el catálogo de modos y formas de elección democrática que ofrece el mosaico de sus estados, y en su fase final por la marea de pasión política que llega a suscitar en todo el mundo.
A pesar de la diferencia con China y Rusia, la elección norteamericana es también un momento peligroso, para EE UU y para todos, y el último episodio que lo demuestra es el ataque e invasión de la franja de Gaza, de donde los tanques israelíes terminaron de salir ayer en perfecta sincronización con la agenda de las ceremonias washingtonianas. No ha habido prácticamente un solo relevo presidencial que no haya sido aprovechado en alguna de sus fases por los adversarios y a veces por los amigos para tomar ventaja del vacío de poder.
Si la transición presidencial es el período decisivo, el día en que se produce el traspaso de poderes es la jornada decisiva. Del presidente entrante se espera lo que un periodista dijo de Roosevelt hace 76 años: "El juramento parece haberlo transfigurado de un hombre meramente encantador y jovial a otro agresivo y dinámico". El solo hecho de repetir la fórmula y la pronunciación del primer y más solemne discurso de su presidencia parece que deben producir una transformación personal, la transmisión de un carisma, una metamorfosis que convertirá a un vulgar político tentado por las pasiones más bajas de su oficio en el presidente de todos.
Barack Obama, que llega sobrado de idolatría y de aura carismática, vaciló ostensiblemente en la repetición de la primera frase de su juramento, como si quisiera subrayar la materia humana sobre la que se construye toda la metafísica del poder. Pronunció luego su discurso, largamente trabajado por su equipo, mientras millares de personas, periodistas en su mayoría, también lo leían colgado ya en Internet.
El presidente es un político lleno de virtudes y cualidades, pero ante todo es arcilla en los dedos de sus conciudadanos e incluso en manos del mundo entero que proyecta sus deseos sobre el prodigio que significa la llegada de un negro por primera vez, al fin, a la Casa Blanca. El episodio más hondo de su discurso de ayer es precisamente el que subraya la variedad de creencias, lenguas, culturas y orígenes que conforman su país. Éste es el presidente que más se parece a América y esa América de ayer es la que más se parece al mundo. No es extraño que todos queramos modelarlo con nuestros propios dedos.
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