Viva la irreverencia
Compruebo con satisfacción que la irreverencia -ese ingrediente que salpimentó mis verdes años- levanta ronchas en el universo políticamente correcto e insoportablemente mezquino en el que se emboscan las creencias, sean religiosas o nacionalistas, que bordean el fanatismo sin que los portadores deseen reconocerlo. Coño, siempre se están quejando. Yo soy atea e incurro en irreverencia porque, de lo contrario, no sobreviviría.
Y ahora les voy a contar un chiste ideal para cabrear a los acérrimos de las tres religiones llamadas del Libro, o monoteístas (por cierto, si tuviera que creer en alguien sería en Juliano el Apóstata, novelado por Gore Vidal). Seguro que muchos ya lo saben, pero sigue haciéndome gracia cuando recuerdo que quien me lo narró a orillas del Nilo fue un hombre de gran cultura y muy respetuoso.
Dice que Abraham estaba a punto de darle matarile a su primogénito Isaac cuando escuchó la voz de Jehová, que le había ordenado sacrificarlo para demostrarle al Altísimo que le amaba más que a su propio niño. Cuando ya el cuchillo de degollar rozaba el pescuezo infantil, pues, Jehová le dijo que era una broma y que buscara un cordero para realizar el sacrificio. Abraham salió zumbando a por ello; entonces Isaac se levantó y, suspirando, murmuró por lo bajini: "Qué suerte que soy ventrílocuo". Abraham de marras es, como saben, Ibrahim para los musulmanes, que en otro momento de su vida realizó otra hazaña paternal: poner en la calle o, mejor dicho, en el desierto y con una cantimplora a la esclava Agar y al hijo que había tenido con ella, Ismail. Y de ahí arranca la tercera y última -espero- religión del Libro. En memoria de aquel día -el de Isaac- no se celebra el santo patrono de los ventrílocuos, como una descreída tal que yo podría suponer, sino que cada año los musulmanes degüellan un cordero personalmente, lo cual les proporciona unos tres días entre preparaciones, sacrificio, comilona y reuniones familiares, que constituye ocasión de gran alegría y regocijo, aparte de un placer alimenticio al que no siempre la mayoría de la gente sencilla tiene acceso.
EL CHISTE ME LO CONTÓ MI AMIGO, precisamente, en vísperas de esos días y en Egipto, en donde se pueden escuchar los gemidos de las bestias a través de las paredes. Gracias a esta experiencia, miren por dónde, por fin comprendí que la fábula de Jesús convirtiendo su cuerpo en pan y su sangre en tinto constituyó un pequeño paso para mí, pero un gran avance para parte de los bovinos.
Si alguien se escandaliza por mis palabras, tiene una solución fácil. No me lean, o cuelguen esta página de opinión, que no representa a este periódico, sino a mí misma, en el baño o hammam, o manden cartas al director. Y lean a un Equidistante. Servidora siempre ha sido una irreverente, y además estoy muy mayor para cambiar, y muy rebotada en fechas en que los Reyes Magos pasaron de Oriente porque ya otros les echaban carbón incendiario a los niños de Gaza, e intentaban también asesinar a la verdad impidiendo a los periodistas internacionales entrar en el lugar del sacrificio contemporáneo (he aquí un nuevo caso para Reporteros Sin Fronteras).
Y sin embargo, que vivan los hombres y mujeres de buena voluntad, cualquiera que sea su religión o su falta de fe en ellas. Hombres y mujeres que no trabajan en la Organización de Naciones Unidas (si la llamamos ONU, la deshumanizamos; pero si recordamos su nombre completo, sabemos que son humanos deleznables y cobardes). Y la UE, o Unión Europea: calzonazos que contribuyeron al previo bloqueo, al hambre y a la falta de asistencia médica. Y último, pero no menor -perdonen el anglicismo-, el póstumo Gobierno de Estados Unidos, ensañándose, muriendo matando, pues puso las armas a su debido tiempo y dio su bendición, mientras el presidente electo miraba para otro lado. En fin, un asco. Todos con sus religiones y con sus santas esposas, y sus coches oficiales blindados y sus cuentas de dietas y sus sueldos, que pagamos los ciudadanos del mundo.
Queridos amiguitos, la irreverencia no mata. Las reverencias, sí.
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