Faraones Valencianos
Una estancia un poco prolongada en El Cairo me confirma en algo que siempre sospeché: lo mejor de esta ciudad son los niños. Incansables niños, sorprendentes niños, pacientes y animosos niños.
Habría que hacer que las autoridades de la Generalitat Valenciana y del Partido Popular, ellos que son tan sensibles, se dieran un paseo por aquí. Con cargo al erario público, por supuesto, y una noche gratis en una casa de putas con danzarinas del vientre. Aunque sería exactamente un viaje turístico. No para visitar las pirámides mayores ni sus antecesoras -tanto o más interesantes-, ni siquiera para perderse al sur de Asuán, en donde podrían evangelizar a los nubios, o quizá sufrir un ataque fundamentalista que les iría de traca, de cara a las próximas elecciones. Tampoco les recomendaría que echaran ni siquiera un vistazo a la Esfinge: ella les fulminaría, y yo, aunque soy mala, soy bastante peor, y no les deseo sólo eso.
Quiero que pasen y vean. Los niños de El Cairo, señores del PP. Se pueden extraer de ellos lecciones muy profundas. Tomemos a Mahmud, aparenta siete años pero a lo mejor tiene nueve. Igual es de mi edad, ya saben, un viejo con aspecto infantil: es lo que pasa cuando se padece de una alimentación permanentemente acompañada -al borde del plato, como nuestras raciones de pijadas de diseño- de carencias proteínicas, minerales y vitamínicas.
Sin embargo, yo creo que Mahmud es un niño, y muy inteligente. Oh, sí. Tenían que haberle visto mientras intentaba vendernos chicles con sabor a plátano, tendrían que respetar su estilo comerciante, su rapidez al hacer las cuentas, su vivacidad infantil, su alegría al verse tratado como un chaval, sus sencillos atrevimientos, su satisfacción de profesional al colocarnos, no sin esfuerzo, su mercancía. Cuando nos marchamos, Mahmud nos siguió, pero no como los críos de la indigencia tradicional -maleducados para el turismo-, plañideros, sino como un niño feliz por habernos conocido, que quería despedirnos con el rumbo que sólo los pobres generosos saben desplegar. Esa noche, cualquiera que sea el agujero en el que pernocta, Mahmud se llevó consigo algo bueno para recordar. Nos acompañó casi hasta el microbús, besitos por aquí, besitos por allá, y tengo el perfume de su cabello, prensado por los rizos y sedoso, todavía flotando al borde de mis labios. ¡Mahmud! Que la vida sea tan buena contigo como tú lo fuiste con nosotros.
Los próceres valencianos que mangonean con la asignatura Educación para la Ciudadanía tendrían que desplegar sus augustas presencias por esta ciudad tan vieja y tan sabia que es El Cairo. Podrían, por ejemplo, detenerse a contemplar a los niños que, en algunos barrios, sentados en la acera, venden pañuelos de papel, mientras hacen sus deberes. Se les puede ver entre el gentío, sonrientes, preocupados por las ventas, al mismo tiempo sin dejar de chupar el lápiz ni de afinar su punta, llenando las libretas -tiernas libretas de todas las infancias desvalidas pero obstinadas- con sus preciosos y diminutos caracteres árabes, más valiosos que nuestros bachilleratos porque aquí al necesitado todo le cuesta un esfuerzo inhumano, levantarse por la mañana y respirar, lo primero.
¿Qué sería de este pequeño, de estas criaturas, de Mahmud, de haber nacido en una comunidad autónoma española, pudiente, en un territorio bien organizado y razonablemente dotado de garantías legales? Se convertirían en genios, dirían ustedes. Pues no. Se verían obligados a asistir a un galimatías recitado en inglés y traducido por un simultáneo -hay formas muy extrañas de ganarse la vida-, al que dan el nombre de Educación para la Ciudadanía, de la que se befan y se mofan, ellos, los faraones, que ni de una cosa ni de la otra entienden, que hacen de la ignorancia y de la insolencia asignaturas siempre pendientes, y que utilizan a los alumnos de su comunidad como munición para sus batallas políticas.
Aunque cruel, crecer en la calle, al menos, no engaña. Qué canallada, sin embargo, la de los faraones valencianos.
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