Obligación de memoria
Los que hemos accedido al ambiguo privilegio de seniors, sabemos lo difícil que es hoy asumir sin traumas las servidumbres de la edad, o, más sencillamente, ser y vivir como viejo. No es que antes ser mayor fuera sólo una condición destinada a la veneración y a la gloria, pero ahora las voraces urgencias de poder y dinero y la glorificación social de la juvenilidad confirman a los maduros en su decrepitud individual, los condenan a la inutilidad colectiva. Y si no que se lo pregunten a tantos compañeros en años y en amistad a quienes han desposeído de todo, dejándoles como único destino morirse de asco y de olvido. ¿Verdad, admirado Isaac Díaz Pardo?
Claro que la edad no perdona y la inevitable fragilidad del yo siempre penosa se traduce con frecuencia en reblandecimiento de las convicciones, en involución ideológica. A ella se deben los reniegos de algunos luchadores contra el franquismo, que descubren que todos fuimos iguales en los desmanes cometidos, que fechorías hubo en los dos bandos.
No, no fue así. Sólo cuando la sublevación militar y sus aliados nazi-fascistas quisieron poner fin a la legalidad republicana se produjeron excesos en su ámbito. A recordar el sentido y el combate democrático de la República nos hemos comprometido bastantes españoles de entonces. Atacar la necesaria labor del juez Garzón de indagación de la identidad de los muertos del franquismo, avalada por el Comité Pro Derechos Humanos de las Naciones Unidas, es alinearse con el reaccionarismo hispano de siempre.
El libro Tres muertos de la democracia, de próxima aparición, presenta la vida y la muerte de tres luchadores ejemplares -un socialista, Antonio Amat; un comunista, Vicente Cazcarra, y un libertario, José Martínez- que no cupieron en el posfranquismo, y nos señala, desde nuestra obligación de memoria, que la democracia en España sigue siendo un proyecto, en buena medida, incumplido.
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