El estupor del mundo
Amigos y enemigos coincidieron en reconocerle ese título, hecho de inquietud, perplejidad, temor y admiración: stupor mundi. Federico II de Hohenstaufen es sin duda algo más que otro nombre de monarca medieval y sus hazañas y fechorías -de todo hubo- trascienden con mucho aquel remoto siglo XIII en que tuvieron lugar. Nació camino de Sicilia, que luego fue su primer reino, y ese comienzo azaroso e itinerante es emblema de su vida, en la cual todo resulta paradójico: su devoción por la antigüedad pagana mucho antes de que fuera redescubierta por el Renacimiento, su rebelión contra el poder terrenal del papado después de ser alzado al trono imperial de Germania nada menos que por Inocencio III, su fascinación por la cultura sarracena (tenía guardia mora, como Franco, y un harén, cosa de la que prudentemente prescindió el Caudillo) lo que no le impidió ir a la cruzada -pese a estar excomulgado- aunque, eso sí, para pactar con el Sultán la conquista de los Santos Lugares que los demás no habían conseguido por la fuerza y proclamarse pacíficamente a sí mismo rey de Jerusalén, en vista de que ninguna autoridad eclesiástica quería coronarle (después Napoleón repetiría el gesto). Sabía varias lenguas, protegió las artes y las letras (al menos cuando le convino), discutía gustoso de filosofía y teología con los sabios de la época, hizo reformas modernizadoras en la administración... en una palabra, se ganó también el título de Anticristo concedido por los clérigos sobresaltados y por Nietzsche, que le admiraba.
Los 'Diálogos' de Castello Svevo de Trani hubieran encantado a Federico II
Confieso no haber leído la obra monumental que le dedicó el gran Kantorowicz, pero me contento con su vieja biografía escrita por Marcel Brion (Ed. Tallandier, 1978). Me ha acompañado en mi viaje a Trani, la pequeña localidad portuaria de la Apulia dónde se yergue uno de los muchos castillos que alzó en esa comarca italiana, su predilecta. A media hora por carretera de Trani está Castel del Monte, el más famoso de todos, un sombrío prodigio de planta octogonal declarado Patrimonio de la Humanidad: muchos lo conocimos por primera vez en la versión cinematográfica -excelente- que realizó Jean-Jacques Annaud de El nombre de la rosa, donde aparecía convertido en abadía. Pues bien, en el mismísimo Castello Svevo de Trani tienen lugar todos los años unos Diálogos literarios y filosóficos cuya generosa apertura hubiera encantado al asombroso Federico. Los organizan las dos dueñas de la excelente librería La Maria del Porto, y este año han contado con figuras tan destacados como Alessandro Baricco, que habló con sus lectores sobre su último libro Los bárbaros (aparecerá en Anagrama), Giulio Giorello (que acaba de publicar en Raffaello Cortina un interesante diálogo sobre cuestiones de bioética con Umberto Veronesi, La libertà de la vita), Paolo Flores d'Arcais (su libro más reciente es Itinerario di un eretico, en ADV, sobre su trayectoria política) o Remo Bodei (en su reciente libro Paesaggi sublimi, ediciones Bompiani, hace una excursión por la filosofía de la naturaleza y lo sublime tan penetrantemente sugestiva como tiene por costumbre).
Las sesiones de los diálogos, allá frente al Adrático revuelto, en el castillo de Federico, estuvieron seguidas por un público sorprendentemente numeroso. En mi experiencia, siempre es así en estos encuentros intelectuales admirablemente frecuentes en Italia, sean en Módena, en Turín o en Roma, por citar los que más he frecuentado. Salas abarrotadas de gente alerta y participativa para oír hablar de hermenéutica o teología, de bioética o pensamiento jurídico, etcétera... Cada vez que tengo la grata ocasión de sentarme ante una de esas audiencias envidiables me pregunto interiormente cómo puede ser que la misma ciudadanía alerta, refinada y entusiasta de esas jornadas pertenezca al país que ha vuelto a elegir por tercera vez al detestable Berlusconi. Es algo que ciertamente también podría producir estupor al mundo, aunque en un sentido opuesto al asombro suscitado por Federico de Suabia.
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