Secuestradores marcianos de cabezas gordas

Hace unas semanas, en un artículo en este mismo suplemento, mencioné de pasada a los extraterrestres. Era una cita humorística: estaba criticando el dogmatismo de los castristas, y vine a decir que la gente fanática es capaz de llegar a creer en cosas tan insensatas como las abducciones ultragalácticas. Pensé que recibiría alguna carta crítica de algún partidario de Fidel, y así fue. Pero lo que no me imaginaba era que también me escribiría un lector partidario de los marcianos. No quisiera que mis palabras sonaran hirientes: la verdad es que el mensaje me dejó asombrada. Era un texto cortés, respetuoso, incluso afectuoso, bien escrito, sin duda proveniente de alguien que ha recibido una educación superior. Una carta prudente y moderada, salvo por el pequeño detalle de que censuraba mi incredulidad y sostenía que los secuestros alienígenas eran una realidad indiscutible, una verdad que los servicios secretos se empeñaban en ocultar.
Es asombroso lo que la gente puede llegar a creer. Aunque también resulta alucinante lo que no cree: por ejemplo, según una reciente investigación, el 23% de los británicos piensa que Winston Churchill es un personaje de ficción. Lo fascinante, en fin, es ver por dónde pasa la frontera de la credulidad y qué cosas se quedan a un lado y al otro de la línea. Sin duda esa frontera está influida por el marco cultural: lo que los individuos creen depende en gran medida de la sociedad en la que viven y de la época. Si hoy alguien te dice que acaba de toparse con el demonio en el descansillo, temerás con razón por su equilibrio mental; pero si estuviéramos viviendo en el siglo XII, un encuentro semejante sería bastante común y desde luego perfectamente asumible. O sea, sería algo normal. En nuestras sociedades posindustriales, con su respeto democrático por la diferencia y con el desarrollo de los medios de comunicación, que permiten que los distintos puedan ponerse más fácilmente en contacto entre sí, el marco de lo normal es mucho más elástico que en otras épocas, de modo que hoy se puede creer casi en cualquier cosa. Por ejemplo, y hablando de Lucifer, el digital elmundo.es hizo una encuesta hará unos cuatro años planteando la siguiente pregunta a sus lectores: "¿Cree usted que el diablo existe y puede poseer a una persona?", y para mi completo pasmo hubo un 38% de individuos que dijeron que sí.
Si se mira bien, creer que el diablo existe y puede poseerte es algo equivalente a pensar que un marciano con trompetillas fláccidas en lugar de orejas puede raptarte mientras duermes, con la única diferencia, a favor de Satanás, de la antigua y profunda raigambre cultural de lo demoníaco, mientras que las abducciones alienígenas apenas se remontan a los años cuarenta del siglo pasado. El estupendo astrofísico Carl Sagan decía que no cabe la menor duda de que no somos la única especie inteligente del universo. Es algo fuera de toda lógica pensar que en los billones de mundos que hay en el cosmos, y en el vasto transcurrir de un tiempo casi infinito, no se hayan dado las mismas circunstancias que propiciaron la aparición de la vida en la Tierra y su posterior evolución hacia un organismo inteligente. Ahora bien, añade Sagan, teniendo en cuenta la inmensidad temporal y espacial del cosmos, resulta imposible (la improbabilidad estadística es descomunal) que ese organismo avanzado esté lo suficientemente cerca de nosotros en el espacio y en el tiempo como para dedicarse a hacer turismo por nuestro planeta con un platillo volante.
Una imposibilidad que resulta aún más aplastante cuando ves las descripciones que los abducidos dan de sus alienígenas, porque los hay de todo tipo: reptilianos y con escamas, sin uñas o con garras, pequeñitos y con el pelo rojo, altos y translúcidos... O sea, que no sólo estaría visitándonos un ser ultragaláctico, sino una docena de seres distintos. A partir del estreno en 1977 de la película Encuentros en la tercera fase, de Spielberg, los abducidos empezaron a describir con sospechosa coincidencia un tipo de marciano que antes no existía en sus relatos, gris, pequeño, de largo y fino cuello, cabezón y con los ojos grandes, en todo semejante a los alienígenas del filme: y es que el cine de Hollywood forma parte del marco cultural de nuestros tiempos, es como lo de creer en el diablo en el siglo XII. En el documentadísimo libro Las abducciones, ¡vaya timo!, de Luis R. González (Ed. Laetoli), en fin, se pueden leer los delirantes detalles de la fe alienígena. Me pregunto por qué habrá tanta gente que quiere creer que ha sido secuestrado por un marciano. Tal vez nos sintamos demasiado solos como especie. Solos y aterrados ante el colosal vacío del universo.
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