Los canallas
Resulta fascinante la capacidad de adaptación de la mente humana. A mi edad, yo, que no soy de ciencias ni de letras -gracias al cielo, soy de libros-, y mucho menos de matemáticas, he llegado a acumular una importante cantidad de información sobre la catástrofe financiera última y los intríngulis de Wall Street. Me sé al dedillo los nombres y las historias.
Hace unos días, cuando la Reserva Federal aprobó la conversión de Goldman Sachs y Morgan Stanley, los dos últimos bancos de inversión independientes, en bancos comerciales regulados y revisados... me dije: "Vaya por Dios, el bueno de Goldman y el bribón de Morgan, ese par de enredadores, mira por dónde van a salvar el pellejo". De igual modo asistí anteriormente a la venta de Merril Lynch, la desaparición de Bear Stearns, la quiebra de Lehman Brothers y, más atrás aún, al control de las agencias Fannie Mae y Freddie Mac... Qué nombres más glamourosos, los suyos. Pasarían por galanes de los que enamoran a la chica y la salvan de los peligros y defienden a los habitantes del pueblo de la banda de canallas que les amenaza, pero... No, si volvemos a leer los nombres con atención, comprenderemos que más bien parecen de piratas. Y no de los simpáticos. Son los canallas.
O, al menos, han permitido que un gran número de chorizos de la economía trilera creciera a su amparo, o han hecho la vista gorda. Han engañado, en suma, a cientos de miles de personas. Los protagonistas de esta sórdida historia, sin embargo, no serán lapidados en la plaza pública ni tendrán que devolver lo que robaron a los pequeños inversores, a los perjudicados por las hipotecas de riesgo. Han sido salvados, como denuncia James S. Henry en The Nation, por el "socialismo para banqueros", mientras que a todos los demás, el Gobierno estadounidense reserva el látigo del capitalismo salvaje.
Sospecho que nos encontramos ante un nuevo y apasionante género narrativo propuesto por la realidad. Cuando el crash del 29 se hizo mucha épica. King Kong es un producto de aquella crisis económica: ¿qué chica habría aceptado largarse en barco a una isla remota con un grupo de cineastas desconocidos, salvo la que hacía cola en uno de los servicios callejeros de comida gratuita para desesperados? ¡Aquellas imágenes de banqueros arruinados que se arrojaban desde lo alto de los rascacielos! Pero en los tiempos actuales, los saltos desde el piso tropecientos están devaluados: bien porque nunca alcanzarán el grado sobrecogedor del 11-S (y todo es espectáculo, ya lo sabemos), bien porque ahora a nadie le apetece suicidarse por deudas, ya que las pagan los Gobiernos.
Lo que empezó en los ochenta, lo que dio origen a la simplista -y optimista- versión de Oliver Stone, Wall Street, la fiebre especulativa, el comisionismo, el parasitismo financiero, alcanzó su punto álgido en la década posterior. Lean, si no lo han hecho, al humanista de la economía Joseph E. Stiglitz. En Los felices 90: la semilla de la destrucción (Punto de Lectura) está ya el análisis del mal de la codicia financiera, de la estupidez de la autorregulación del mercado...
Pero hay otro libro -lo he conseguido en Beirut, no sé si ha sido editado en España: si no, que alguien lo haga- que me interesa mucho porque está escrito por uno de esos analistas financieros que trabajaron en el interior del vientre de la bestia. En Confessions of a Wall Street Analyst (Harper Collins), Don Reingold explica, como si de una novela se tratara, los hechos reales e históricos que se cruzaron con su propia vida desde 1993 hasta 2003, diez años durante los cuales estos individuos viajaban en jet y desayunaban champaña mientras asesoraban a las grandes compañías y a los bancos... Hasta que, a principios de los años 2000, la burbuja estalló. Aquélla era la burbuja de las telecomunicaciones -¿se acuerdan?-, la de ahora es la de las hipotecas riesgo e inmobiliarias.
Y el folletín continúa. HBO debería rodar una serie para televisión. Una serie poblada de personajes sin escrúpulos que usan guante blanco y corazón de piedra. P
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.