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Columna
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Wall Street y Latinoamérica

Un 'fin de la historia' en sí mismo, pero al revés: los que con Fukuyama ganaban, hoy pierden

El siglo XXI se empeña en marcar diferencias con el XX, especialmente por su insistencia en nacer varias veces. Un primer alumbramiento se produjo el 11-S de 2001, aunque algunos lo habrían antedatado a diciembre de 1991, con la defunción de la Unión Soviética; y, hoy, el descalabro de Wall Street ofrece al menos una tercera opción, la de la implosión del capitalismo ultraneoliberal norteamericano, un fin de la historia en sí mismo, pero al revés, porque los que con Fukuyama ganaban, hoy pierden. Y en América Latina ocurre algo parecido. ¿Cuándo comienza el siglo? ¿Con la elección de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela en 1999? ¿Con la del indigenista boliviano Evo Morales en 2005? ¿O con la aplastante victoria del presidente Rafael Correa en el referéndum constitucional del domingo pasado en Ecuador?

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La catástrofe financiera no ha podido influir más que marginalmente en el resultado de la consulta, porque Quito está relativamente a trasmano del mundo exterior; y porque la presión de lo inmediato lo anegaba todo; nada menos que una refundación del país en nombre de la Revolución Ciudadana de Rafael Correa; pero proyecta, al mismo tiempo, una legitimidad suplementaria sobre las izquierdas latinoamericanas, tanto en la versión educada del brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, como en la del Fierabrás de Caracas. Si algo podía darle el golpe de gracia intelectual al neoliberalismo y sus mercados, a la desregulación universal de la economía, ha sido este patético final de la era Bush; y, de consumo, le bruñe credenciales a Chávez, que el 23 de noviembre afronta elecciones legislativas; debilita la defensa del mercado libre entre los adversarios cruceños de Morales; y le da un formidable empellón a Correa, que, si nunca ha querido liquidar el capitalismo por mucho que hable de socialismo del siglo XXI, sí pretende que el Estado gobierne soberanamente sobre esa realidad tan selvática.

A la nueva Carta se le pueden discutir muchas cosas. Grave déficit de información al ciudadano; la posibilidad de que Correa gobierne hasta 2017; dimensión inmanejable con 444 artículos y 30 disposiciones transitorias; construcción laberíntica -"a la que nada humano le es ajeno", como escribe Carlos Malamud- con su pretensión de regular hasta lo más recóndito la vida del ecuatoriano, y de la ecuatoriana, como se repite incesantemente en el texto, para dar satisfacción al afán de igualdad semántica que nos rodea; y, en especial, la extensa panoplia de poderes que otorga al Ejecutivo que, a efectos reales, se reduce a Correa y su Consejo de Participación Ciudadana, que fungirá como parlamento en los momentos clave de construcción del nuevo orden. Pero hay que entender que más que votar una Constitución lo que se ha hecho es plebiscitar a un presidente; hasta cierto punto, también, dirimir electoralmente un careo con el alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot, líder de facto de la oposición, que ha salvado la cara ganando apretadamente en la ciudad costeña; y, como remate, la refundación de un país con tan frágiles raíces que un prominente periodista ecuatoriano dijo, cuando la dolarización de la economía en 2000, que sus señas de identidad eran la selección nacional de fútbol y Perú, el fraternal enemigo. Correa ha adquirido una herramienta más que una Constitución.

Y todo ello se resume en la aspiración del presidente de darle al aparato estatal una autonomía de la que jamás había gozado en desmayadas encarnaciones anteriores, como la fundación del Estado laico por Eloy Alfaro en 1895, o el periodo modernizante de Galo Plaza (1948-52).

Correa, que es un hombre con mucha prisa, opina que el parlamentarismo clásico no permite una transformación que nacionalice el país haciéndolo más justo y moderno, y se apunta a una versión autoritaria de la democracia, básicamente electoralista, lo que puede llevar a atajos indeseables. Pero sería delito de opinión dar por sentado que el presidente forma indisolublemente con Morales y Chávez la trimurti de la izquierda radical latinoamericana, porque de ambos le separa una extensa antropología: si el boliviano lo que quiere es arrancar Europa del corazón indígena y el venezolano pretende poner al capitalismo a sus órdenes, el ecuatoriano sólo concibe a Quito de hoz y coz como parte de Occidente, no delira por el quechua y se opone a Estados Unidos lo imprescindible para que no le echen de un club que puede ser interesante. El cataclismo financiero acoquina a sus adversarios y le da una cabeza de ventaja al nacionalismo estatalista ecuatoriano. Hoy, Correa tiene el viento en las velas.

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