Inquietudes y temores
La crisis en la que hemos entrado -y de la que aún no sabemos si podrá ser controlada o si persiste el peligro de verla degenerar en una crisis del 29- es para nosotros, los europeos, fuente de una doble inquietud. La primera resulta evidente y no es exclusiva de Europa: se trata de las consecuencias de la crisis financiera sobre la economía real. En Francia, Nicolas Sarkozy ya ha advertido de que hay que esperar consecuencias negativas sobre el crecimiento (en disminución), el paro (en alza) y el poder adquisitivo (en retroceso).
Desde la crisis de 1929, se sabía, en efecto, que la crisis financiera era la causa directa del derrumbamiento de la economía real. Desde el desencadenamiento de la crisis de las subprimas en Estados Unidos, vienen observándose ralentizaciones progresivas de la actividad económica, más sensibles en los países en los que el sector inmobiliario era un motor de crecimiento (como España), pero palpables en todas partes. El hecho de que Europa y la zona euro fuesen ya menos competitivas que Estados Unidos representa una dificultad añadida. La ralentización anunciada se dejará sentir con mayor dureza en nuestro territorio. Pero, sobre todo, hoy no se trata sólo de ralentización. De ser así, nada más sería un mal momento pasajero. Si la crisis continúa y el plan Paulson no consigue devolver la confianza, la recesión será inevitable. Y eso en un continente, el nuestro, que no guarda recuerdo de ella. Esta inquietud es evidentemente prioritaria y debe movilizar, antes que ninguna otra cosa, a los Gobiernos e instancias europeas.
El nuevo reparto de la riqueza planetaria no es, hoy por hoy, favorable a EE UU ni a Europa
El segundo temor, más difuso, es de orden geopolítico. Esta crisis financiera iniciada en Estados Unidos es una de las manifestaciones del cambio de las relaciones de poder internacionales al que estamos asistiendo. Nos encontramos en mitad de un periodo que, pasados los años del dominio hegemónico de Occidente y sus valores, está presenciando el surgimiento de otra configuración geoestratégica. En nuestro detrimento. Aparecen nuevas potencias. Y el nuevo reparto de la riqueza a escala planetaria no es, hoy por hoy, favorable a EE UU ni a Europa. Dado que la crisis es antes que nada financiera, hay que tener presente que el incremento del poder de los fondos soberanos es una nueva variable de primer orden -cuyos plenos efectos se producirán de aquí a 10 años-. Ahora bien, una parte de esos fondos soberanos -China, ciertos Estados del Golfo, e incluso Rusia- no está precisamente en manos democráticas. Es un cambio radical, pues la democracia, que desde el final de la II Guerra Mundial no había dejado de ganar terreno -al tiempo que los demócratas veían aumentar su progreso y poder- va a verse cuestionada ahora por esas potencias autoritarias.
Esta situación debería conducirnos sin tardanza a reforzar lo que pueda reforzarse en Europa, a mejor estructurar políticamente la zona euro, ya que no la Europa de los 27. Durante su intervención en el mitin de Toulon, la semana pasada, el presidente Sarkozy elogió la celeridad con la que han reaccionado los norteamericanos -a través del plan Paulson-, antes de preguntarse: y si la crisis -dijo en esencia- hubiese tenido lugar en Europa, ¿de qué medios colectivos habríamos dispuesto para combatirla? A día de hoy, ninguno; al margen de la acción hasta ahora pertinente del Banco Central Europeo. Pues habrá que improvisar y echar mano de lo que se pueda para afrontar la crisis, como demuestra el ejemplo del banco Fortis, parcialmente nacionalizado por los Gobiernos belga, luxemburgués y holandés. Es evidente que la cuestión está sobre el tapete, como lo está también la de los medios de coordinación y reacción de los Gobiernos europeos si la crisis se agravase (así, los activos del gigante Fortis son más elevados que el producto nacional belga).
Hoy todo contribuye a centrar las ideas y eso parece un motivo para la tranquilidad: después de 30 años (desde la era Reagan) bajo la influencia del dogma de la desregulación, ha vuelto el tiempo de la regulación y, por tanto, de las virtudes de las políticas socialdemócratas. Esta circunstancia crea un contexto de nuevo favorable a la izquierda, puesto que se trata de un esfuerzo colectivo y de su reparto, de una mayor regulación, para salir de la crisis. Este contexto es el que ha favorecido a Barack Obama en Estados Unidos. Pero en nuestra Europa, como demuestra el voto austriaco, los viejos demonios nunca están demasiado lejos: ¡el miedo también puede ser mal consejero!
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
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