La penitencia del príncipe flamenco
No pasa inadvertido en ningún rincón. Las miradas, unas más disimuladas que otras, se hacen ostensibles al paso de Farruquito. Parece más enjuto y serio que hace 18 meses, cuando ingresó en la cárcel, pero el bailaor Juan Manuel Fernández Montoya (Sevilla, 1982) se mueve con la desenvoltura del que se ha acostumbrado desde niño a ser el centro de atención. En el escenario se crece, pero en la distancia corta parece mucho más frágil. La rapidez endiablada de sus cambios de ritmo y la cadencia de su taconeo, unidos a su intensidad interpretativa y a la elegancia de sus movimientos, le hacen único.
Parece más joven de los 26 años que tiene. Vestido de negro por Hugo Boss, con supergafas de sol y la melena al viento, luce en su muñeca izquierda una pulsera telemática -una especie de reloj de plástico con una esfera negra- concedida por Instituciones Penitenciarias para controlar sus movimientos. Disfruta del tercer grado, y hasta septiembre de 2009 no obtendrá la libertad condicional. Ahora debe pasar un mínimo de ocho horas diarias en su domicilio y pedir permiso para salir de la ciudad que le vio nacer. En enero de 2010 habrá cumplido su condena por homicidio imprudente, omisión del deber de socorro y por inducción a la simulación de un delito.
Con esta situación legal, Farruquito es muy discreto en sus declaraciones. Para esta entrevista, el artista desecha su casa, un chalé situado a las afueras de Sevilla, donde vive con su esposa y toda su familia -su madre y sus tres hermanos, su tía y sus primos-. En la casa de su madre, en el barrio obrero del Cerro del Águila, se realizan obras de reforma, así que el encuentro se produce en la plaza del Pelícano, una zona recoleta donde funcionan locales de ensayo, próxima al local donde su abuelo, el gran Farruco, impartía sus enseñanzas y en la que durante años se exhibieron las botas que su nieto iba desechando a medida que crecía su pie hasta calzar el 38 que usa ahora. Esta mañana, en Sevilla, sobre la terraza cae lo que los sevillanos definen como el calor del membrillo, por la sensación pegajosa que deja. Cuatro tipos con aspecto de músicos toman cañas en la única terraza que funciona en la escueta plaza; un señor con el pelo blanco espera sentado en un banco y una chica en chándal rescata una maleta de un contenedor de basura. La llegada de tres policías en moto parece formar parte del paisaje hasta que empiezan a pedir documentaciones. "A usted ya le he visto yo en este barrio", le dice uno de los agentes al hombre del pelo cano. "¡Claro, como que vivo aquí!", responde en el mismo momento en que Farruquito y su cuñado, ajenos a todo, llegan charlando por una de las callejas que dan a la plaza.
También los policías reconocen al bailaor, que camina tranquilo hasta el interior del bar. Su cuñado se queda con nosotros y, además de su asistente personal, Soli Teitelbaum, al grupo se suma Óscar Marcos, barítono y director de Puro, el espectáculo con el que Farruquito ha regresado a los escenarios. Reaparece solo o, mejor dicho, sin su familia, porque en el escenario le acompañan 14 artistas.
Baila, toca el piano, rasga la guitarra, no es mal cantaor y escribe sin parar.
-¿Cómo surgió la idea de montar este nuevo espectáculo, en el que figura también como autor de las letras, la coreografía y la música?
-Se trata de un reto que tenía pendiente. Llevaba tiempo planteando la posibilidad de realizar un espectáculo en solitario. Tengo muchos textos guardados por los cajones, no es algo que haya preparado en estos meses pasados. A mi hermano Antonio [Farru, bailaor como él] le tocaba cosas y le cantaba frases que se me ocurrían.
-¿Como cuáles?
- Muchas cosas; no sé si soy capaz de recordar algo ahora... "Sentí calor en mi cuerpo al atardecer y el frío quemó mis labios de madrugada; en los brazos del recuerdo me refugié y una lluvia de ilusión me empapó la cara". Con esto estoy hablando del sentido del zapateado y de la ilusión de volver.
-¿Y qué le dijo Farru?
-Que era algo muy íntimo y personal, y que tenía ganas de verme bailando solo en el escenario.
-Viendo Puro, parece que se arropa mucho para estar solo. Su baile sugiere introspección y mucho buscarse por dentro.
-He montado un espectáculo para los músicos, porque mi coreografía es casi completamente improvisada. Para bailar, necesito buscar en mi interior; en el escenario, mi cuerpo se mueve solo. Para bailar por soleás, antes me paro a escuchar para llenarme; cuando me veo en los vídeos, me sorprende verme tan quieto. Siempre entro tarde, pero es que me gusta esperar a que sea verdad. Sé que hacer eso resulta peligroso, pero de lo contrario no me divertiría, me aburriría bailando. Nunca hago nada por quedar bien.Para improvisar, hace falta una técnica impresionante. Si no estás fuerte, lo que te pasa por el corazón no puedes ejecutarlo en el escenario. Ahora ensayo todas las tardes cuatro horas con las botas puestas, pero a diario suelo ir al gimnasio, corro y salto a la comba. El baile es movimiento; mucha gente se cree que el flamenco es ponerse un traje y arrancarse, pero hay que privarse de muchas cosas para poder bailar. Algunos aficionados sostienen que el flamenco se lleva en la sangre. Que el que nace con ello en las venas parte con esa ventaja. Pero hay artistas que, sin descender de una familia flamenca, se entregan con tanta pasión, que acaban formando parte de ese mundo. No hay que conformarse con llevarlo en las entrañas. Yo aprendí a bailar antes que a contar. A los dos años, mi abuelo me regaló unas botas y no me las he quitado desde entonces; he crecido viendo a mi abuelo y a mi madre bailar de manera cotidiana. En la casa de un flamenco, hay flamenco hasta cuando se habla. No nos acordamos de que somos bailaores a cada momento, pero ejecutamos pasos de ritmo hasta cuando vamos a la playa.
Ése ha sido su destino, marcado desde que nació. Quizá por eso, en ciertos aspectos, Farruquito parece moverse en una galaxia anclada en otra época. En su nuevo espec-táculo, la fragua marca el cambio de palo. Mientras, en la calle, los chicos hacen botellón ajenos a ese mundo suyo tan cerrado para algunas cosas. Cuando el fotógrafo le pide que se quite la camisa para las fotos, responde con un "tú te has equivocado de bailaor".
De su infancia conserva recuerdos fugaces: cómo le acunaban los brazos de Fernanda de Utrera, cómo miraba cuando se vestían El Güito o su abuelo Farruco para salir al escenario. En la casa de Farruquito, los muertos siguen teniendo mucha presencia. Antes de salir al escenario, le gusta quedarse solo y pedirles ayuda. Su "papa" Farruco -al que tanto venera- fue una leyenda del baile. Pero antes de poder comprarse una casa, el primero de una dinastía que ya se cuenta en la historia dormía bajo los puentes, viajaba en carros y vivía de los canastos que hacía su esposa. Al productor de algunos de los discos más importantes de la historia del flamenco, Ricardo Pachón, le contó que aprendió a bailar observando cómo movían las patas los caballos.
Antes de afincarse en Sevilla, Farruco pernoctaba bajo el puente de Cantillana, y cada noche, con las botas colgadas al hombro, recorría los kilómetros que le separaban de la Alameda de Hércules, donde funcionaban los cuartos de cabales y actuaba para los señoritos. Un ganadero que cayó rendido a su arte le regaló una casa en las afueras. Pero Farruco la cambió por una vespa para evitarse el paseo nocturno hasta la capital.
Entonces, para comer, se las apañaban con un poco de picardía y mucho ingenio. En la granja de al lado criaban cerdos, y ellos, cuando lo necesitaban, les daban para comer higos chumbos rellenos de fósforo, el mismo que utilizaban los niños para hacer petardos. Al ingerir aquello, el animal adoptaba un color morado y fallecía repentinamente. Con ese tono, su destino era el vertedero más cercano, de donde el animal era rescatado para ser consumido por la familia, una vez retirados los intestinos.
Aquello duró hasta que Farruco empezó a ganar dinero cada noche. Pero antes de triunfar en Broadway, y antes de que medio mundo se rindiera a sus pies, cuentan que una noche aceptó la oferta que le hizo Pulpón, el famoso empresario sevillano, para irse a Alemania, donde le iban a pagar 8.000 pesetas por actuación. En el cabaret berlinés donde debía bailar no entendían quién era aquel hombre que llegaba sin partituras y sin grupo. En el camerino de al lado escuchó a un saxofonista. No se sabe en qué idioma hablaron, pero le convenció para que le acompañara al baile durante las noches que hizo falta. Con todo, ni su baile ni su sabiduría le sirvieron de nada cuando falleció su hijo en un accidente de tráfico. Farruco dejó de bailar y se refugió en su casa hundido. El nacimiento de Farruquito le sacó de su ensimismamiento. Cuando le vio en la cuna, sintió que allí se movía su heredero. El niño fue creciendo bajo su tutela hasta convertirse en el líder de la compañía. Cuando falleció el abuelo, hace más de una década, Farruquito asumió el mando por derecho.
-Sus tres hermanos, de 19, 10 y 9 años, están creciendo con la misma doctrina que a usted le pasó su abuelo. Así transmite su familia el legado del baile.
-Claro, todo arte necesita formación. Lo utilizo para todo. Por ejemplo, si mi hermano Manuel [El Carpeta, por decisión de su abuelo, que lo bautizó como travieso nada más verlo en la cuna] se engancha con la Play y no sé cómo conseguir que la apague, le digo: "El papa Farruco me decía que si quería ser un bailarín, tenía que esforzarme. ¿Tú quieres ser otra cosa?". "No, no, Mani, yo quiero bailar", me responde. Así ha ocurrido siempre. Todavía recuerdo el día en que mi padre me pidió que tomara una decisión. Me había dado por jugar al fútbol y me mostró las botas de bailar en una mano y las de fútbol en la otra: "¡Elige! ¿Cuál quieres que parta? El baile y el fútbol no son compatibles; puedes hacerte daño en una pierna y se acabó". Aquello me costó unas lágrimas, pero ahora hay que verme jugar al fútbol. Menudo delantero se han perdido. Pero las cosas por la fuerza nunca salen bien; hay que dejarse llevar por los sentimientos y no obsesionarse por lo correcto.
-Ahora que recurre a los sentimientos, ¿cómo se siente tras salir de la cárcel y cómo cree que han influido estos 18 meses en su vida?
-Sobre cómo me he sentido en la cárcel no he hablado ni con mi madre. En realidad, he hablado muy poco sobre todo lo que ha pasado en mi vida en los últimos tiempos. La gente sabe que he estado en la cárcel, que ahora llevo una pulsera que controla mis movimientos y que estoy pagando por lo que hice. Eso es lo que hay, me siento muy incómodo hablando de ello. Prefiero que se me juzgue como el artista que soy.
-Esta entrevista no se estaría haciendo si usted no fuera uno de los mejores bailaores del momento.
-Es que lo otro forma parte de mi vida privada.
-Hace cuatro años, cuando le entrevisté en el Festival del Cante de las Minas de La Unión, en Murcia, se encontraba en libertad bajo fianza y me dijo que estaba loco por ir a la cárcel, que quería pagar por lo que había hecho. Ahora parece una persona endurecida, más madura.
-La gente que me conoce me dice que siempre he sido una persona más madura de lo que se esperaba de mi edad. Cada experiencia te hace aprender y darte cuenta de cosas nuevas. Desde que tenía 15 años, me ha tocado vivir cosas que no me pertenecían, ni por mi edad, ni por mi forma de ser. Ahora, cuando pienso en qué es la vida, intento darme cuenta de cómo van las cosas. Trato de ser mejor persona, y más comprensivo conmigo mismo y con los demás, aunque las cosas que te pasan tienen que ver con el destino de cada uno.
-Así que ahora es más comprensivo...
-Nunca he dejado de ser comprensivo, pero la gente hace lo que quiere con la imagen de los demás, la utiliza para sus fines. Personalmente, he hablado en público muy poco de todo esto, porque lo considero algo demasiado íntimo y doloroso.
-A veces, verbalizar determinadas cosas también puede ayudar a cambiar un destino.
-No se cambia de un día para otro, te vas haciendo hasta que te mueres, pero qué duda cabe que de los palos que te da la vida vas aprendiendo cosas. Cometí un grave error, pedí perdón, dije que me arrepentía y era sincero; como dice el refrán, "a un embustero se le coge antes que a un cojo". Dije lo que sentía, pero no quiero hablar más de lo ocurrido. Me siento muy incómodo, me recuerda cosas muy malas. Prefiero mirar hacia delante y dejar el pasado donde está.
-Sin embargo, algo ha cambiado. La Bienal de Sevilla, una de las citas de referencia del flamenco, le ha abierto las puertas de nuevo. Recordará que le dejaron fuera de cartel cuando su espectáculo clausuraba el festival en 2004.
-Es verdad que pasó eso. Comí con Manuel Copete, que entonces era el director, y quedamos de acuerdo en que cerrábamos la gala; luego nunca me llamó para explicarme por qué prescindían de mí, pero sí es verdad que ahora me han llamado fuera de programación y estoy agradecido. Sevilla es mi ciudad y para mí es muy importante bailar aquí, aunque mi destino ahora, más que de un escenario, dependerá de cómo bailo y de las ganas que tenga de retomar las riendas de mi carrera.
Puro se ha estrenado en Palma de Mallorca, Jerez de la Frontera y Sevilla con muy buena entrada. Farruquito sigue llenando sin apenas publicidad. El pasado 12 de septiembre reunió en el Auditorio Rocío Jurado de Sevilla a más de 2.000 personas. Sus seguidores abonaron entre 60 y 120 euros por la entrada. A esos altos precios quedaba excluido un sector de su público que no es precisamente escaso, pero esa noche, junto al frescor del Guadalquivir, no faltaban las melenas negro azabache, los rostros sin recauchutar y aficionados con más oro encima que una imagen de Semana Santa. Le llamaron "príncipe" a gritos y desde las gradas le animaron: "¡Tú lo vales, Juan!". Sudando a mares y más nervioso que de costumbre, el bailaor recuperó su trono como príncipe del flamenco, un título que nunca perdió del todo.
COMO ARTISTA, MUCHOS le califican como el Camarón del baile. Calidad no le falta y, como aquél, cuenta con el apoyo incondicional de un nutrido grupo del pueblo gitano. Algunos miembros de esa raza escogen a sus líderes de entre el mundo del flamenco. "El elegido ahora es él; de eso no cabe duda", añade Mario Pacheco, director de la discográfica Nuevos Medios y descubridor de las figuras que hicieron posible lo que se conoció como el nuevo flamenco.
El día de la boda de Farruquito con Rosario Alcántara -celebrada por el rito gitano, con la prueba del pañuelo incluida para comprobar la virginidad de la novia-, cuando ya se sabía que iba a la cárcel, miles de personas llegadas en furgonetas desde distintos puntos de España rodearon la iglesia del Cristo de los Gitanos y acamparon después junto a la finca de los hermanos Peralta, donde se realizó el convite. Nadie les había invitado, pero allí estaban dando el taconazo.
El malditismo de Farruquito responde al de una vida marcada por la tragedia. El duende y el mal fario. En el ámbito de la intimidad, Farruquito ha confesado que tiene miedo de ser feliz. Su padre, el cantaor Juan Fernández Flores, se murió de un infarto entre sus brazos cuando viajaban por Argentina; su representante Eva Rico falleció de un cáncer vertiginoso cuando el bailaor ya había entrado en picado ante la opinión pública.
Antes de eso, cuando su destino se cruzó con el de Benjamín Olalla en un paso de cebra, el bailaor disfrutaba de uno de esos momentos en que sabe a poco decir que tocaba el cielo. Elegido por The New York Times como mejor bailarín de 2001; seleccionado por la revista People como uno de los famosos más guapos del mundo y fotografiado por Richard Avedon, Farruquito, con un cantaor como copiloto, circulaba a 80 kilómetros por hora en una zona señalizada a 40. No tenía carné de conducir y el coche iba sin seguro cuando notó el impacto. "¿Por qué huí? Tenía mucho miedo. No pensé en lo que iba a decir a la gente. Mi cuerpo iba solo", aseguró en una de las escasas comparecencias públicas en las que ha hablado del suceso. Antes de acelerar, comprobó por el retrovisor que algunas personas se acercaban al hombre tirado en el asfalto.
Personas cercanas al bailaor aseguran que Rosario Montoya, su madre, conocida como La Farruca, no conoció la verdad de lo ocurrido esa noche hasta mucho más tarde. De haberlo sabido, dicen, ella no lo habría consentido. Asesorado por esos compadres que siempre se encuentran cerca de los artistas con éxito, urdió una trama que le hundió aún más. Inculpó a su hermano menor y trasladó el coche a un taller de Málaga para que arreglaran los desperfectos. El suceso se descubrió en el curso de unas escuchas telefónicas a los dos policías corruptos que le habían ayudado a resolver. Las escuchas no se podían utilizar como prueba, pero Farruquito confesó lo ocurrido, motivo por el que se le condenó.
El bailaor salía de los teatros escondido en el maletero y le llamaban "criminal" por la calle. Su ingreso en la cárcel el 16 de enero de 2007 fue, asegura, "una liberación". Necesitaba pagar por lo ocurrido. Y no sólo moralmente. Debe dos multas de 36.500 euros y ya ha abonado 102.483 euros a la viuda de Olalla y 16.500 euros a cada uno de sus progenitores. En la prisión ha pasado 18 meses y su comportamiento ha sido modélico. Su hermetismo sobre la prisión sólo lo rompen los que le conocen. Entre rejas, escuchaba música flamenca en un iPod, tenía un espacio donde podía bailar y ha aprovechado para mejorar sus estudios. Como cualquier preso, ha utilizado los derechos penitenciarios. La duda ahora pasa por saber si el público podrá verle como Farruquito quiere: como un bailaor.
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