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Salvamento bancario
Columna
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Invierno del descontento

Joaquín Estefanía

El invierno de 1978-1979 en Reino Unido fue denominado el "invierno del descontento". El paro había alcanzado la, para entonces, altísima cifra de 1,6 millones de personas y los sindicatos convocaron una serie de huelgas coordinadas contra el Gobierno laborista de James Callaghan, sucesor del mítico Harold Wilson. Cuenta el historiador Tony Judt en su extraordinario libro Postguerra (editorial Taurus, perteneciente al Grupo PRISA, editor de EL PAÍS) que Callaghan parecía no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo y cuando un periodista le preguntó por el creciente malestar anunció con ligereza que no había razón para preocuparse, dando lugar a un famoso titular de prensa ("Crisis, ¿qué crisis?") que le ayudó a perder las elecciones generales que se vio obligado a convocar en la primavera siguiente.

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El Partido Conservador retomaba arrolladoramente el poder bajo la dirección de una mujer, Margaret Thatcher, que insistía en que lo que necesitaba la dolencia británica era un tratamiento radical. Explica Judt que resultó bastante irónico que los laboristas tuvieran que librar la histórica batalla electoral de 1979 proclamando que no eran responsables de la crisis, y que después del "invierno del descontento" el Partido Laborista, tradicionalmente vulnerable a la acusación de que no se podía contar con él para dirigir la economía, también fue acusado de no ser siquiera capaz de gestionar el Estado. Durante la campaña de 1979, los tories no sólo hicieron hincapié en la necesidad de aplicar el rigor económico y de gestionar de modo adecuado el dinero público, sino en el supuesto anhelo que sentía el país por contar con dirigentes fuertes, seguros de sí mismos.

Generalmente hay que tener cuidado con las analogías históricas y explicitar las diferencias (por ejemplo, la movilización sindical o la fortaleza y credibilidad de la oposición), pero tampoco se pueden despreciar sus lecciones. Pasado mañana, el presidente Zapatero acude al Congreso a explicar a los ciudadanos el calado de la actual crisis, una vez aceptada su naturaleza a regañadientes, y a desvelar sus soluciones a la manifestación más preocupante de la misma, el incremento del paro (hoy en el 10,4% de la población activa), que según algunos pronósticos podría alcanzar el 16% (es decir duplicarse desde su porcentaje más favorable, en julio de 2007). Una tasa de paro insoportable, como diría su antecesor en la secretaría general socialista, Joaquín Almunia.

Desde su última intervención en las Cortes, el pasado julio, todos los indicadores económicos han ido a peor y con un deterioro muy acelerado (producción industrial, venta de automóviles, consumo de cemento, inflación, concesión de hipotecas, compraventa de viviendas, evolución del comercio, etcétera). El único dato de signo contrario es la evolución a la baja del precio del petróleo, tan espectacular como su incremento, aunque esa tendencia sea incierta en el largo plazo.

¿Tendrá Zapatero una segunda oportunidad para liderar una coyuntura de sangre, sudor y lágrimas? ¿Le queda legitimidad -la sola pertinencia de la pregunta a cinco meses de las elecciones puede indicar el tono de la respuesta- para ese liderazgo? ¿Hay todavía capacidad de convencimiento y de iniciativa en un Ejecutivo que, pese a las medidas tomadas antes del verano y en el Consejo de Ministros de mitad del mes de agosto, no ha vencido la imagen de agarrotamiento? En pocas ocasiones como ésta se la ha jugado Zapatero: con su discurso del próximo miércoles y con las medidas que habrá de tomar y que se plasmarán como la política económica oficial en los próximos Presupuestos Generales del Estado. Los Presupuestos marcarán las prioridades para el próximo ejercicio, del que se espera -quizá con mucho voluntarismo- que inicie, en su segundo semestre, una nueva etapa de despegue económico.

Pendientes de las alianzas parlamentarias (influidas en parte por la financiación autonómica), se conocen las líneas generales a las que no quiere renunciar el Ejecutivo, pase lo que pase: mantener la cobertura del desempleo (lo que exigirá un gran esfuerzo complementario), subir las pensiones mínimas y el salario mínimo interprofesional, desarrollar la ley de la dependencia, y continuar el cambio de modelo productivo, con inversiones en infraestructuras, I+D+i y becas. Y todo ello sin romper las normas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (un déficit máximo del 3% del PIB). ¿Le quedará holgura para ello?

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