La piedra del dolor
Madrid no sabe conmemorar el dolor. El Ayuntamiento, la Comunidad y el Gobierno central, a través del Ministerio del Interior, se manifiestan razonablemente satisfechos del funcionamiento de los servicios correspondientes en situaciones de emergencia, y todos los indicios dan a entender que la semana pasada, tras el grave accidente de Barajas, también la maquinaria de asistencia, remedio y consuelo funcionó con celeridad y eficacia. Como así fue en la otra gran hecatombe sucedida en la ciudad, los mortíferos atentados del 11-M. Las imágenes de las ambulancias, los enfermeros, los policías, los médicos, los psicólogos atendiendo a los familiares de las víctimas, son siempre confortantes, llegando a veces a emocionarnos a quienes sólo somos espectadores compasivos y no directamente afectados por la tragedia.
No se puede decir que los arquitectos acertaran en el monumento por las víctimas del 11-M
Pero una cosa es el orden paliativo y otra bien distinta, aunque quizá menos trascendente, el conmemorativo. Los seres humanos nos servimos de símbolos en la pérdida, y cuando ésta es común y numerosa la idea del monumento se impone casi como una necesidad aliviadora. En contra de tantos contemporáneos inmateriales, soy un creyente en ese tipo de recuerdos póstumos sólidos. Acompaño a los seres queridos muertos al cementerio si van a ser enterrados (no incinerados, práctica que sólo en la India encuentro natural), visito las tumbas, me gusta leer en las ciudades por las que ando las estelas y placas de homenaje a celebridades que en tal casa vivieron, trabajaron o murieron, y me conmueven especialmente las esculturas o simples lápidas fúnebres de soldados, náufragos o viajeros accidentados cuando las veo en antiguos campos de batalla, costas traidoras o carreteras comarcales.
En Madrid nunca me emociono; me produce más bien rechazo la chapucería con la que, sin duda bienintencionadamente, las autoridades o los afectados han erigido un monumento de expresión de su pena. Todos los que conozco en la ciudad son vulgares, o ridículos, o inadecuados, o rematadamente feos, dejando, a mi modo de entender, empequeñecida la dimensión del dolor inmenso que aquellas muertes causaron a la colectividad de ciudadanos. Yo mismo conocía personalmente a uno de los abogados asesinados y a una de las supervivientes malamente herida en la matanza fascista del bufete de Atocha, pero cada vez que paso, y lo hago a menudo, ante el grupo escultórico que los recuerda, en la plazoleta de Antón Martín, siento un malestar. Sobre un soporte circular de piedra, un tanto taurino, se alza la versión en bronce de un cuadro de Juan Genovés, que en la tela era elocuente y en la calle resulta amazacotada. ¿Y qué decir del recuerdo a las víctimas mortales del 11-M colocado, después de otros intentos efímeros y no muy distinguidos, frente a la estación de Atocha? Aquí hubo, por lo visto, concurso o adjudicación cuidadosa, pero no se puede decir que los arquitectos acertaran. El cono de vidrio se asemeja a la tulipa de una lámpara de pie que cualquiera de nosotros podría tener en su saloncito.
El último que he descubierto, en una zona por la que rara vez paso, es el que conmemora a los guardias civiles asesinados por la banda terrorista ETA, y se halla muy cerca del lugar del atentado, en la plaza de la República Dominicana. La cursilería de las figuras, entre el realismo socialista y la estética de un christmas, supone no sólo un afeamiento urbano sino una triste manera de honrar a aquellos muertos. Me recordó el quizá mayor horror esculpido que hay en Madrid, a la altura del número 36 del paseo de la Castellana: una Virgen María volante sobre la efigie de cuerpo entero del papa Juan Pablo II, aderezados ambos por oraciones inscritas en latín y promovido el conjunto, según dice su cartela de mármol, por el Grupo Intereconomía y la Mutua Madrileña Automovilista. El escultor en este caso fue Juan de Ávalos, con lo que se puede decir que el estilo franquista de ese escultor en otra época republicano seguía vigente en el año 2005, cuando se inauguró.
¿Se hará algo en condolencia del vuelo siniestrado hace ocho días en Barajas? El accidente de Mejorada del Campo (1983), en el que viajaban diversos escritores latinoamericanos, lo conmemora una enorme cruz excavada en la ladera del monte donde se estrelló el avión. No creo que le hubiera gustado como memento suyo al excelente e iconoclasta novelista mexicano Jorge Ibargüengoitia, que iba dentro y, como todos los demás pasajeros, pereció.
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