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ESCALERA INTERIOR
Columna
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Las vacaciones del profesor Arribas

Almudena Grandes

Cuando se despidió de sus compañeros, en la puerta del instituto, el profesor Arribas se consideró un hombre muy afortunado. Eso mismo fue lo que pensaron ellos, que en el mejor de los casos habían logrado una invitación para intervenir en una mesa redonda del Verano Cultural de su pueblo. Claro, que Arribas era el más brillante de toda la plantilla, porque, en lugar de apalancarse en su plaza para repetir el mismo rollo todos los años, había publicado su tesis y un par de libros más, colaboraba regularmente en revistas especializadas y daba clase por las tardes como asociado en una universidad pública. Por eso, cuando les contó sus planes, le miraron con una envidia sana, impregnada de admiración, y comentaron entre ellos que se lo merecía.

Eso mismo pensó el profesor Arribas cuando hizo su primera maleta del mes de julio, un equipaje extraño y variopinto, porque iba a tener que recorrer el territorio nacional durante diez días, a Santander primero, a Tenerife después, a Cuenca por fin, antes de volver a casa. En aquel momento, a él, que estaba divorciado, sin hijos, sin pareja, lo único que le preocupaba era su carpeta verde, donde llevaba perfectamente impresas y archivadas las sucesivas intervenciones que había ido preparando a medida que se comprometía a asistir a un curso de verano tras otro. Vacaciones pagadas, se decía, y eran más que eso, unas vacaciones en las que ganaría dinero suficiente como para ahorrar una cantidad considerable, igual que había sucedido en los veranos de los últimos años. No sólo era brillante. También era trabajador, responsable, y por eso repetía curso de año en año en casi todas las sedes universitarias que visitaba.

La carpeta verde estaba bien guardada en su maletín cuando llegó a la T-4 por primera vez en aquel verano. En Santander, todo fue bien, bonito paisaje, clima agradable, comidas pantagruélicas, copas hasta altas horas del amanecer y madrugón inhumano después para coger un avión casi de noche, aterrizar en Madrid a las diez de la mañana, esperar más de dos horas, embarcar con retraso rumbo a Tenerife y llegar allí a media tarde, a tiempo para dejar las cosas en el hotel, disfrutar de una cena pantagruélica, copas hasta el amanecer y un madrugón inhumano para dar su primera clase a la primera hora del día siguiente. Después, copas hasta la hora de comer, almuerzo pantagruélico, veinte minutos de siesta, mesa redonda hasta las siete y media, y más copas, y más cenas, y más copas, y otro madrugón al día siguiente, y al otro, en el que se despidió por fin de Canarias para volver a volar casi de noche, llegar a Madrid con retraso y meterse en un coche que le llevó a Cuenca, primero al hotel y luego al restaurante, donde el resto de los profesores del curso le estaba esperando para disfrutar de la correspondiente cena pantagruélica.

Cuando volvió a su casa, estaba tan cansado que, después de poner la lavadora, se tumbó encima de la cama y no se movió de allí hasta el día siguiente. Pero la tregua no duró mucho. Tenía que tender y planchar, para hacer a tiempo el equipaje que requería la segunda etapa de su maratón, algo más sencilla respecto a la temperatura, porque iba a hacer calor en todas partes, pero mucho más complicada de plan de viaje. De momento, no podía volar directamente a Murcia porque no le habían encontrado plaza en ningún vuelo, y tenía que ir a Alicante para llegar en coche hasta la primera comida pantagruélica de la semana. Después, y después de muchos platos, muchas copas y muchos madrugones, tuvo que hacer un viaje en coche verdaderamente extenuante hasta San Roque, en el Campo de Gibraltar, cruzándose Andalucía de punta a cabo para afrontar una nueva tanda de comidas pantagruélicas, copas inacabables y madrugones insostenibles. Eso sí, a cambio le llevaron a ver el Peñón, y sintió una inmensa envidia al ver a los monos, perpetuamente desnudos y ociosos. Al día siguiente volvió a levantarse de noche para emprender viaje a Salamanca, en coche hasta Jerez, después en avión hasta Madrid y por fin en tren, y no de alta velocidad precisamente, hasta la ciudad de Fray Luis y de Unamuno. Allí, el revisor tuvo que zarandearle porque se había quedado dormido y no había manera de despertarle. Y allí pensó que ya no podía más, pero dos días después aún tenía que viajar a Tarragona.

En la estación, mientras esperaba un tren que le llevaría hasta Chamartín, donde cogería el metro para ir a Atocha y montarse en un AVE, se encontró con una de sus compañeras del instituto, más morena, más delgada y con una cara estupenda. Hombre, Antonio, le saludó ella, ¿cómo estás? Pues muy bien, ya ves. Él no quiso darle más explicaciones y ella sonrió. Claro, con las vacaciones que te estás pegando…

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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