Corrupción y embutidos
"En Euskadi los casos de corrupción política no existen. Lo que hay son casos muy puntuales de personas que no se han comportado correctamente". El diagnóstico lo dio el parlamentario del PNV José Antonio Rubalkaba tras descubrirse el desfalco causado en el Museo Guggenheim por un directivo felón. Iñaki Azkuna, el alcalde de Bilbao, definió el episodio a su estilo hablando de chorizos. Es la doctrina oficial y comúnmente aceptada: en Euskadi reside algún chorizo, pero no la corrupción. Es como si existiera algún tipo de determinismo geográfico o cultural que nos ha puesto a cobijo de esa lacra que, sin embargo, se ceba a nuestro alrededor. Incluso los chorizos que sufrimos, son de pequeña monta. Chorizos de ración, a tono con el tamaño del paisito. Nada que ver con los que florecen en otras latitudes. Por una vez, y sin que sirva de precedente, estamos por debajo de la media española.
Es la doctrina oficial: en Euskadi hay algún chorizo, pero no corrupción
Sin embargo, los episodios de corrupción descubiertos en la comunidad autónoma van punteando las distintas administraciones: Hacienda de Vizcaya, Hacienda de Irún, Museo Balenciaga, Aeropuerto de Bilbao, golf de Laguardia... Y en todos los casos la reacción institucional ha sido la misma. Contener el aliento en primera instancia y, una vez conocido el alcance preciso del latrocinio, soltar la respiración para dictaminar, entre aliviados y ufanos, que eran mangantes por cuenta propia, que Euskadi sigue inmaculado en lo que se refiere a tramas de corrupción vinculadas a la financiación de los partidos.
Las fuerzas políticas vascas tienen las mismas necesidades económicas que las del resto de España, gastan, como éstas, más que lo que ingresan y tienen, en sus esferas de poder autonómico y local, un roce similar con el mundo de las empresas y las contratas de obras públicas y servicios, pero hasta ahora su cartilla de escándalos está casi impoluta. Es cierto que los socialistas cargan con el caso Osakidetza, un intento de repetir, de forma torpe y delictiva, la colocación masiva de afines en la Administración que hizo en los orígenes el nacionalismo. También el PNV se libró por los pelos en los 80 de que el caso de las Tragaperras hurgara en sus canales de financiación; por no hablar de la maraña financiera tejida por la izquierda abertzale en sus diversas personalidades. Pero en el País Vasco, nada de Filesas o casos Naseiro, Pallerols o Casinos. Nadie pone la mano en el fuego por nadie, pero reconforta que en este terreno pantanoso no pueda pasarse de la mera sospecha.
Oficialmente, no tenemos en nuestra comunidad "un problema que se llama 3%", como espetó en 2005 Pasqual Maragall al convergente Artur Mas (aunque luego se disculpó, todo hay que decirlo). No. Ni 3%, ni 2%, ni 1%. En Euskadi no hay trasvases nefandos de dinero entre las empresas que concurren a los contratos de obras y servicios de todo tipo que se licitan desde las instituciones y sociedades públicas, y las impenetrables tesorerías de los partidos que las gestionan. Por lo menos, mientras no se pruebe lo contrario. Hasta entonces, podremos seguir sacando pecho y colocar el cartel de "comunidad no corrupta" en la muga.
Entre tanto, sin embargo, sería aconsejable no bajar la guardia. El desfalco del Guggenheim muestra la importancia de disponer de unos estrictos mecanismos internos y externos de comprobación, que en el caso de nuestro templo de la modernidad han resultado ser de la señorita Pepis. La confianza en las personas es esencial para el buen funcionamiento de cualquier organización, pero su gobierno debe estructurarse sobre la base de la desconfianza. Para eso están los procedimientos, controles y garantías; para actuar como barreras disuasorias ante la debilidad humana. Y para evitar la discrecionalidad del gobernante.
Sin embargo, la tendencia de los gestores públicos es la contraria: a fin de asegurar una pretendida eficacia, cegar la transparencia, retorcer la legalidad, forzar los procedimientos administrativos y sortear las cautelas establecidas, fraccionando adjudicaciones de contratos o realizando concursos aparentes, como lleva denunciando en el desierto el Tribunal Vasco de Cuentas. También esto es corrupción, en la medida en que la facilita. Luego, cuando se produce un latrocinio, siempre resulta más desahogado achacarlo a la debilidad humana que al debilitamiento sistemático de los controles administrativos. Llamar chorizos a Roberto Cearsolo o a José María Bravo tiene efectos tranquilizadores, porque sitúa en la esfera personal ese fantasma de la corrupción que hemos convenido que ni política ni institucionalmente habita entre nosotros. Amén.
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