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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Las brujas de Salem

Los sueños de la virtud engendran descolocamientos personales. Desde que vivimos en un mundo que parece llevar puesto un camisón con ventanilla, el puritanismo, explícita o veladamente, de izquierdas o de derechas -pero si es puritanismo, es siempre de derechas, no importa la etiqueta- trata de dominar la escena pública. En Oriente como en Occidente, el viejo paquete con todos los servicios de la servidumbre trata de ocupar los espacios debidos al pensamiento libre y a la búsqueda de la felicidad. La familia tradicional, la mujer como Dios manda, la educación de los hijos confiada a los guardianes de la moral de siempre, la virginidad como trofeo, la gozosa reconversión del homosexual en hetero gracias a la fe y el sacrificio, el pecador arrepentido -mujeres, drogas y alcohol fueron su vicio- y entregado ahora a la causa común… Son tantos y tan variados los buenos ejemplos que la ciudadanía recibe que, si algunos no tuviéramos por costumbre vomitar después de cada ingesta virtuosa involuntaria, pareceríamos, como ellos, globos inflados de autoestima piadosa. Son numerosos los subgéneros que nos invaden, y pertenecen, todos, a la más rancia y vieja comedia, aquella cuya representación tiene por objeto mantener a los espectadores en Babia y bajo control.

Contrapartida: muchos de quienes se esfuerzan en imponer sus leyes y sus órdenes, y casi siempre los que más chillan, los que más pecho sacan, los que más barba lucen, son quienes en horas secretas se entregan a sus particulares descensos al territorio de lo prohibido. Y como suele ocurrir, no tienen mesura y se enfangan más de la cuenta. En los palacetes escondidos de Teherán o Riad tanto como en los clubes de ambiente del Mediterráneo.

No hubo momento más perverso sexualmente en la historia de Estados Unidos -aparte del presente- que aquel que transcurrió al final de la Colonia, precisamente cuando los puritanos mandaban -por encima de la voluntad real- en el litoral de lo que hoy es Massachusetts, enfermos de obsesión, mal follados de la hostia y paranoicos totales a fuerza de imaginar pecados que los otros podían cometer. Qué desastre de vidas, las suyas y las de las pobres adolescentes histéricas y los maridos modélicos a quienes persiguieron en Salem.

Por eso, cada vez que un virtuoso cargado de responsabilidades políticas aparece en una tribuna para bramar contra las decisiones personales relacionadas con nuestros asuntos íntimos, me limito a compadecerle y esperar. Compadecerle, porque obviamente se equivoca de virtud. Verán, lo lógico sería que esa energía tan positiva y alada se utilizara para perseguir verdaderos crímenes -o, si quieren, pecados-, como serían Abu Ghraib, la tortura, Guantánamo, la retención sin juicio, los juicios sin justicia, las invasiones, las ocupaciones, la muerte, el asesinato, la violación, el robo, el latrocinio, la corrupción, las tremendas desigualdades, la pervivencia de la pena capital… Pero ahí están ellos, contra el matrimonio gay, o la enseñanza de ética, o el whisky, o la promiscuidad sexual, o el sexo con condón, o… Siempre hay alguna pijada que no les gusta. Si pudieran, prohibirían los pezones. ¿Por qué no? Los hay que rebanan clítoris.

Compadezco, pues, a ese pobre hombre; sé que está muy fastidiado porque nada le gustaría más que ser objeto de una buena mamada en un despacho aunque no fuera oval. Y espero. Porque, a lo mejor, cualquier noche se lanza a convertir sus fantasías -y son tantas: todo el día hablando de lo mismo- en realidad. Y esa noche se pasará veinte pueblos, como hacen los puritanos, cualquiera que sea la tecla que toquen, la del sexo o la del garrote vil.

Personalmente, el tipo de puritano que más me toca las narices es el pospenitente. El que ha pagado: sea en humillación o en dimisión forzosa. Semejante individuo tiene la mala costumbre de renacer, volver a la carga y seguir en lo mismo.

Haz el amor, no la guerra. Nunca hubo mejor eslogan. Pero cuarenta años después se sigue llevando el Viceversa.

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