La parábola del campeón
Aquella tarde salió de la reunión más meditabundo que otras veces. Tardó algunos minutos en comprender que su estado de ánimo, aquella perplejidad destemplada, semejante a la sensación de tener la ropa húmeda después de un chaparrón, no era más que preocupación. Sus compañeros seguían felicitándole. Ellos le daban abrazos, palmadas en la espalda, ellas le besaban. Todos sonreían. Él respondía con una mueca de satisfacción leve, mecánica, que le hacía sentirse aún peor por dentro. ¿Qué soy yo para ellos?, se decía, ¿qué piensan de mí en realidad? No le resultaba fácil responder a esa pregunta, ni siquiera aquella tarde en la que había vuelto a ser el campeón de la plantilla.
La agencia de publicidad en la que trabaja había sido absorbida casi dos años antes por una multinacional feroz, tan respetuosa con los derechos de sus trabajadores como cualquier mercader de esclavos con sus propiedades. Las cosas ya estaban feas y se pusieron feísimas, pero todos confiaban en él, el del verbo florido y la cabeza despejada, el negociador implacable y el orador irresistible, el líder de prestigio personal indudable, el fajador que encajaba cualquier golpe sin dejarse tumbar. Él se puso a disposición de los demás, como siempre, y no dudó ni un instante porque sabía quién tenía la razón. La empresa, desde luego, no. Así que fue mesa por mesa, despacho por despacho, hablando con unos y con otros, reclutando adhesiones nada evidentes a base de razones obvias. Trabajó dentro y fuera de su horario, dedicó sus horas de ocio a escribir informes y resúmenes, invirtió varios fines de semana en la elaboración de una estrategia. Redactó un programa de puntos esenciales y los repitió una y otra vez, hasta que la luz brilló en todas las pupilas, hasta que todas las manos se alzaron en el aire, hasta que todas las voces votaron a favor, y no de él, sino de todos, porque aquella causa también incluía a los reticentes y a los miedosos, a los pelotas y a los pusilánimes. Entonces se sintió seguro, escogió a los miembros de su equipo, aceptó las citas propuestas por el enemigo, se calzó los guantes y entró en aquel despacho del que ahora ha salido sintiéndose un imbécil.
"¿Por qué han aceptado un acuerdo de mínimos, si acordamos pelear por el máximo?"
Y lo peor es que se supone que ha ganado. Por eso le besan, por eso le abrazan, y le sonríen, y le felicitan. Están todos encantados. Pero él no había ido a la reunión a aceptar un diez por ciento de prejubilados, ni un aumento de sueldos igual al IPC, ni el cobro de horas extras en días de vacaciones. Él había consensuado antes de entrar una postura distinta, más dura para la empresa, más beneficiosa para los trabajadores. Y todos habían estado de acuerdo en sostenerla. Entonces, se pregunta ahora, ¿por qué esos mismos todos, con su única excepción, se han apresurado a aceptar un acuerdo de mínimos, si habíamos acordado pelear por el máximo? ¡Victoria a los puntos!, le había susurrado la secretaria de dirección que estaba sentada a su derecha, ¿pero qué puntos ni qué leches, le había preguntado él, si os habéis entregado sin luchar?, y ella le había mirado raro. Pero, vamos a ver, había intercedido el que ocupaba su izquierda geográfica, porque, evidentemente, a la ideológica no estaba ninguno, ¿tú a qué aspirabas? No vamos a conseguir nada mejor que esto, por muchas horas que estemos aquí encerrados, dándole vueltas a la noria, y lo sabes de sobra, bastante bien se han portado ya
Bastante bien se han portado ya, eso fue lo que le soltó, y ahora le propone que vayan a tomarse unas cañas para celebrarlo, que es viernes. Él no tiene el cuerpo para cañas, y se excusa. He quedado con mi madre, dice, y mientras lo dice se pregunta si no había un pretexto más estúpido, pero hasta eso le da igual. No quiere ver a nadie, y se va solo, a su casa, para seguir pensando en los perversos mecanismos que siempre acaban imponiendo el poder como la única realidad verosímil, un horizonte alto y extenso como una muralla china ante la que los súbditos se aterrorizan a sí mismos, ellos solos, y se van haciendo cada vez más pequeños, más endebles, más cobardes, sin necesidad de presión o amenaza exterior alguna. Ésa parece ser la condición humana en general, concluye, pero no del todo. Porque su condición humana, en particular, es la de los pringados, y antes o después, la empresa incumplirá sus compromisos, las cosas se pondrán todavía más feas y la situación llegará a ser insostenible. Entonces volverán a pensar en él, volverán a buscarle, y a contarle, y a rogarle que haga algo. Y eso no es lo peor. Lo peor es que él sabe que antes o después aceptará, y todo volverá a empezar desde el principio.
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