El examinador a examen
En mi ya vieja novela Corazón tan blanco, de hace dieciséis años, había una escena en la que el narrador y protagonista, Juan Ranz, intérprete de profesión, veía requeridos sus servicios en una cumbre entre dos mandatarios, una mujer inglesa y un hombre español que algunos lectores y críticos quisieron tomar por trasuntos de Margaret Thatcher y Felipe González. La conversación (como debe de ocurrir en la realidad, y de hecho hemos comprobado hace unos meses cuando se filtró a la prensa un diálogo de besugos sostenido por Bush y Aznar en 2003) era tan soporífera y sin interés que el traductor, mi personaje, cedía a la tentación de inventarse algunas preguntas y respuestas de tipo personal, y de ese modo lograba que los dos dignatarios hablaran más "de verdad", que dijeran cosas llamativas e incluso reflexionaran sobre su poder y la relación con sus respectivos pueblos. La primera vez que Juan Ranz se permitía ser infiel y transmitirle a la dama inglesa una pregunta que el alto cargo español no le había hecho ("Dígame, ¿a usted la quieren en su país?", cuando lo que le había ofrecido era un té), ese traductor aguardaba, durante unos segundos, la posible reacción y denuncia de quien en la novela llamé el "intérprete-red" o segundo intérprete, es decir, uno de mayor rango, confianza o autoridad que, en un encuentro de tanto nivel, debía estar presente para vigilar y verificar que el primer intérprete cumplía fielmente con su tarea.
Poco después de la aparición del libro, recuerdo que mi colega Eduardo Mendoza, quien durante bastantes años había ejercido la profesión de Juan Ranz, y además en la sede de las Naciones Unidas, me comentó que la figura del "intérprete-red" no existía, aunque opinaba que debería existir, ya que, en efecto, nadie podría garantizar que, si un traductor decide falsear lo dicho o expuesto por gente en cuyas manos está el destino de naciones enteras o incluso del mundo, no pueda crear un conflicto diplomático o una situación de extrema gravedad, quién sabe si hasta desencadenar una guerra. Y a los traductores de esa novela a otras lenguas les pareció tan verosímil esa figura inventada, que más de uno me preguntó cuál era el término original para "intérprete-red", dando por supuesto que lo habría en la lengua oficial del planeta, es decir, en inglés. A todos hube de contestarles que no lo había, que el cargo y su nombre eran pura ficción.
No sé si a día de hoy ya se tiene esa precaución, la de poner a un segundo traductor que controle al primero. Es posible que no, pese a lo aconsejable de hacerlo, porque, como también me señaló Mendoza, en ese caso lo más prudente sería poner a una tercera "red" para vigilar a la segunda, y así hasta el infinito, lo cual sería un interminable absurdo. Sin embargo, parece que el mundo, además de hacia la irreversible idiotez y el generalizado afán por controlar y espiar, camina a paso veloz hacia el absurdo global. Un antiguo colega de la Universidad de Oxford, mi amigo Eric Southworth, me cuenta que en su país, hoy en día, cuando se celebra un examen, la costumbre es desconfiar del examinador hasta el punto de que no pueda llevarse a cabo sin la presencia de otro examinador, de otra Universidad (!), que a su vez lo supervise y examine a él. Lo cual hace complicada y difícil la celebración de cualquier examen, pues para ello hay que contar con varias personas, desplazamientos, fechas compatibles y demás, cuando todos los profesores de todas las Universidades son personas muy ocupadas.
Leemos con frecuencia, asimismo, que en países como México se manda a soldados para que vigilen, o incluso desarmen, a los policías de tal o cual ciudad encargados de la lucha contra el narcotráfico, porque ya nadie se fía de ellos y hay muchas probabilidades de que estén corrompidos y comprados. Y nunca dejó de sorprenderme la existencia -ya antigua- de lo contrario, esto es, de la Policía Militar, cuya misión es impedir que los soldados regulares de los ejércitos -gente de orden, en principio- cometan felonías y desmanes o se peleen entre sí. Tal vez en estos casos, como en el de los intérpretes, haya cierta justificación. Pero, visto lo de los examinadores británicos, mucho me temo que la tendencia a desconfiar, sospechar y controlar se esté adueñando de tal manera de la humanidad que quizá pronto veamos a una brigada de bomberos vigilando a los que apagan un fuego; a un cirujano suplente cuidando de que el que opera no le clave el bisturí al enfermo; a unos policías municipales dirigiendo la dirección del tráfico de los de silbato estridente y procurando que no armen más caos (como suelen); a "cajeros-red" cerciorándose de que los cajeros normales no dan a sus clientes billetes de más ni de menos; a "jueces-reserva" verificando la honradez de los titulares; a monaguillos velando por que los obispos no levanten falsos testimonios (como suelen); a "inspectores de diputados" asegurándose de que éstos asisten a las sesiones y no están en el bar, como al parecer es la norma; y así con cuantos casos y ejemplos tengan a bien imaginar. No sería descartable, y así, a este paso, nuestros burocráticos y paranoides mandamases lograrán que la población entera se dedique a espiar y denunciar al de al lado y a nada más. Porque ya lo decía Mendoza: un tercero tendrá que controlar al segundo, y un cuarto al tercero, y un quinto al cuarto Y entonces, santo cielo, ¿al último quién lo controlará?.
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