Scorsese no desgasta su creatividad
Una hora antes de que comenzara la rueda de prensa sobre la lujosa criatura que ha inaugurado el Festival de Berlín, la sala estaba abarrotada y en la calle que da entrada a ésta había infinitos curiosos y anhelantes fans esperando que llegaran el autor y los protagonistas de evento tan deslumbrante. Para poder contárselo a sus nietos, para tener una visión fugaz o prolongada en vivo y en directo de ellos, o en el mejor de los casos poder captarlos para la eternidad de sus recuerdos con la cámara de su móvil.
¿Se trataba de la llegada a Berlín del auténtico y definitivo Mesías, o simplemente de unos seres humanos con ciertos atributos divinos? Lo han averiguado: esa gente que despierta la pasión de las multitudes son cuatro héroes del siglo XX, pero también del XXI, y es probable que, debido a los pactos que establecen con Satanás o con el Altísimo, sigan dando conciertos en el siglo XXII. Estos gigantes son conocidos como los Rolling Stones y les acompaña un tal Martin Scorsese, señor que aunque sólo dirija películas ha logrado una condición de estrella parecida a la de ellos.
La magia que podría esperarse de 'Shine a light' no aparece
Scorsese, el gran melómano, se ha acercado con sus sabias cámaras al universo de los Stones y el resultado es Shine a light, un producto que inicialmente tenía capacidad para hacernos babear de gusto a los que amamos el cine y a los que no podemos vivir sin la música. Quiero decir, a casi todos los moradores de este planeta.
Este maravilloso y desasosegante narrador de historias, este juglar de la violencia, el desequilibrio y de los seres autodestructivos, siempre ha demostrado en la banda sonora de su cine poseer un oído privilegiado y un heterodoxo, excelente y profundo gusto musical. Además de haber producido una impagable serie de documentales sobre el blues, rodó de manera emocionante El último vals, el concierto de despedida que dio The Band, arropados de forma extraordinaria por músicos tan épicos como Bob Dylan, Van Morrison, Eric Clapton, Muddy Waters y Neil Young. Hace tres años, este director se propuso retratar un trascendente y convulsivo pedazo de la historia de Estados Unidos utilizando la representativa y fascinante figura de Dylan en No direction home, documental de tres horas con el aroma y el sabor del mejor cine.
Con estos ilustres antecedentes lo normal es que la colaboración entre Scorsese y los Rolling Stones, o sea, el retrato que ha decidido hacer el más grande de los actuales creadores de imágenes sobre los músicos que llevan ejerciendo de monarcas desde hace 45 años, fuera una obra maestra, una investigación perturbadora y opiácea de la naturaleza y el arte de estos tíos que han sabido expresar inmejorablemente en sus canciones el sonido de la calle, la excitación cotidiana, el desafío a todo lo convencional, la anarquía, el subidón, el sexo.
Desgraciadamente, la magia y la profundidad que se podrían esperar de Shine a light no aparecen por ningún sitio. Scorsese comienza acercándonos al mundo de los Stones en la preparación de un concierto que van a dar en un teatro de Nueva York ante 2.800 privilegiados espectadores, entre los que se encuentra Bill Clinton celebrando su cumpleaños, acompañado de 30 miembros de su familia y ejerciendo de maestro de ceremonias. El director filma los saludos y fotografías conjuntas entre los Stones y el clan de los Clinton ("¿y Bush, no viene?", pregunta con tono sarcástico Keith Richards), la osada convicción pública de Clinton de que los hedonistas Stones están preocupadísimos por el cambio climático, los recelos de éstos ante la infinidad de cámaras que va a colocar Scorsese para pillar todas las esencias y los gestos de su concierto.
Este prometedor arranque, en el que nos hacen creer que vamos a saborear un documento apasionante sobre la personalidad y los recovecos de estos iconos, que van a investigar en el histórico significado de su música para la sensibilidad colectiva de varias generaciones, el anverso y el reverso de gente tan inquietante y secreta, su evolución a lo largo del tiempo, se va diluyendo plano a plano.
¿Y qué nos queda? Sólo un documental lleno de medios, mimo y talento visual que retrata lo que ocurre en un escenario cuando estos hombres interpretan su música torrencial. Jamás habían fotografiado un concierto suyo con tanta calidad y matices, pero es algo que ya habíamos visto antes, no lo que esperábamos de la mirada de un creador con la originalidad y la fuerza que posee Scorsese.
Para el público ancestralmente enganchado a los conciertos de los Stones, le resultará muy grato constatar en una pantalla la mefistofélica energía de Jagger, el milagroso dinamismo danzarín de un tipo que a pesar de su edad crepuscular y del previsible machaque que le ha dado a su organismo, se mueve como un proteico atleta. También es alentador ver a Keith Richards, ese desquiciado que sigue subiéndose a los cocoteros y esnifando las cenizas paternas, con un transgresor cigarrillo en su boca mientras que nos bombardea con el inconfundible sonido de su guitarra y compadrea fraternalmente con Ronnie Woods. Y la profesionalidad del siempre discreto y hermético Charlie Wats otorgando ritmo a sus tambores. Igualmente te sorprende el vozarrón que saca la invitada Cristina Aguilera y el tono hipnotizante del magnífico bluesman Buddie Guy. Scorsese logra transmitirnos esa fisicidad, el espectáculo colorista y adictivo que saben montar estos músicos en el escenario, el inmarchitable encanto de muchas de sus canciones. Pero repito, esto era previsible y nos sabe a poco.
El encuentro entre artistas tan singulares resulta decepcionante. Los Rolling Stones hacen muy bien lo que tienen que hacer, lo que saben hacer. El que no se ha estrujado el cerebro ante un material que podía ser muy sabroso es el imperdonable vago de Scorsese. La filmación y el montaje son virtuosos, pero para lograr eso basta con unos buenos técnicos. Scorsese no ha puesto ni alma, ni compromiso, ni ganas, ni creatividad. Los Rolling Stones siguen necesitando a un biógrafo cinematográfico que esté a la altura de lo que ellos significan.
Babelia
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