Frankenstein y las mujeres
Casi dos siglos después de que viera la luz pública, Frankenstein sigue tan vivo como el primer día. Engendrado por una mujer que acertó a expresar magistralmente la angustia y los interrogantes que los vertiginosos cambios provocados por la revolución industrial suscitaban en sus contemporáneos, la creación de Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851) se inscribe en una nómina de arquetipos masculinos de los que Prometeo y Fausto son los más célebres representantes: la de quienes fuerzan los límites impuestos por la naturaleza y la sociedad, y a los que su soberbia -su hybris- arrastra a la perdición.
En el umbral de una época en la que el espectacular desarrollo de la ciencia -y, de modo especial, de la genética- plantea de nuevo apremiantes cuestiones y ansiedades, y en la que el uso incontrolado de la técnica para dominar la naturaleza ha creado graves amenazas para el futuro del planeta, la vigencia del mito Frankenstein y de sus implicaciones filosóficas nos remite indirectamente a la heideggeriana intuición de que la esencia de la técnica es pura metafísica.
Que Frankenstein (me refiero al creador del "monstruo", aunque resulte significativo que el imaginario popular haya terminado por identificarlos) sea el único arquetipo literario masculino creado por una mujer no deja de parecer extraño. He pensado en ello estos días, a raíz de tener noticia de un libro que la joven editorial 451 publicará esta primavera, y en el que siete narradoras (Pilar Adón, Lola Beccaria, Ángeles Caso, Espido Freire, Irene Gracia, Paula Izquierdo y Lourdes Ventura) se enfrentan con el mito, desde la ficción y a partir de su propia lectura personal, para comentarlo, visitarlo o darle una vuelta de tuerca. Frankenstein sigue fascinando a las chicas.
Sin embargo, a las lectoras modernas siempre les ha llamado la atención que la hija más rebelde de la pensadora y educadora feminista Mary Wollstonecraft y el escritor anarquista y ateo William Godwin -una especie de pareja Sartre / Beauvoir avant la page- escribiera un libro en el que el papel de la mujer se acomodara tan de lleno al que le asigna la tradición patriarcal; en Frankenstein o el moderno Prometeo las mujeres son madres, hermanas, esposas, hijas o sirvientas que sufren y se sacrifican (como "ángeles del hogar") en beneficio de sus hombres.
Lo paradójico es que en ese contexto de roles tradicionales, asumido por Shelley para que su mensaje llegara sin recelos a un público más amplio que el del círculo de privilegiados outsiders de Villa Deodati donde fraguó la idea original, Frankenstein logra cambiar los papeles radicalmente: el hombre engendra -da a luz, alumbra- a la criatura, y la mujer (Mary Shelley) escribe un libro que, en su primera edición (1818), tiene que publicar anónimamente y que, por cierto, se estructura como un relato compuesto por distintas narraciones-retazo incrustadas unas en otras: igual que la criatura de Víctor Frankenstein.
Frankenstein adopta la forma de una narración confesional (la que tradicionalmente se atribuye a las mujeres) a cargo de tres voces masculinas (Walton, Frankenstein y la criatura) y en la que la mujer (especialmente en su papel de madre) aparece como algo obsoleto, prescindible. Claro que lo que resulta del alumbramiento del hombre es un aborto viviente -un Otro tan alienado y dependiente como la mujer-, cuyo destino es también la marginación, y que debe iniciarse en el conocimiento del mundo sin ayuda. Por eso creo que lo que, en definitiva, le reprocha Shelley a Frankenstein no es que usurpe la función procreadora y, al hacerlo, engendre al monstruo, sino que se desentienda de él, que lo rechace, que no asuma su maternidad espuria.
Si, como decía Calvino, un clásico nunca termina de decir lo que tiene que decir, Frankenstein ostenta hoy más que nunca, y por motivos muy diferentes, ese estatuto excepcional. Escuchémoslo con atención.
Babelia
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