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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Los días cálidos

Me gusta escuchar en los cafés las voces de los ocupantes de las mesas más cercanas, sobre todo cuando se trata de parejas. Diálogos, o monólogos -a veces hay uno que calla, que sufre o simplemente está distraído-, con cuyo soporte imagino historias, desenlaces, vidas. A menudo, esos retazos de conversación vuelven a mí, se meten en un personaje de novela o me llaman cuando paso por el lugar en donde se cruzaron fugazmente conmigo. Desde el solar en donde las ruinas de un café de Madrid bailan la nana tan común de la excavadora, me viene una escena de hace quince años.

El hombre tendría mi edad de ahora, mediada la sesentena, era delgado y parecía muy pulcro. También me pareció un viejo verde porque se sonrojó cuando la muchacha de largas piernas, vestida con un impermeable rojo de charol, se sentó a su mesa y le miró como si le buscara desde mucho tiempo atrás. Les tenía a ambos de perfil, y a una distancia tan corta que casi podía escuchar sus respiraciones. La del hombre, mucho más acelerada, aunque era ella quien ofrecía el aspecto de haber venido corriendo. La chica tendría poco más de veinte años.

Y ahora él le dirá, pensé, que no ha podido dormir en toda la noche, o que ha soñado con ella. Pero fue la muchacha quien habló primero y le espetó:

-No he podido dormir en toda la noche. Me resulta imposible decidirlo de un día para otro. Tengo que pensarlo.

Él le tomó las manos y yo esperé un trasnochado juramento, pero lo que surgió de la garganta del caduco conquistador -que sin duda se había percatado de mi interés, ya que bajó la voz y me lanzó una mirada de soslayo- fue una especie de discurso sobre dos ciudades, Londres y Nueva York, y las ventajas e inconvenientes que cada una presentaba para alguien como ella. La chica le atendía con el ceño fruncido, como si no quisiera perderse ninguna de sus palabras, creyéndole y no creyéndole, con esa expresión que a menudo ponen los jóvenes, que necesitan que el otro sepa que no va a resultar fácil convencerles.

Puede que el caballero le hubiera pedido que se casaran y que ahora extendiera, como señuelo, el catálogo turístico de su luna de miel, aunque no había nada de romántico en sus apreciaciones sobre la calidad de los espectáculos en Broadway o en el West End. Allí estaba el astuto fauno, deslumbrándola con la oferta. Los hay que son capaces de comprar con tarjeta de crédito el amor que ya no pueden obtener gratuitamente. Me perdí en mis propios pensamientos. ¿Una mujer sería ca¬¬paz de algo así? Quién sabe. Pero no, una mujer, al menos alguien de mi generación, no se engaña.

Cuando volví a ellos, la muchacha se había largado y el hombre me contemplaba con seriedad. Me pidió permiso para sentarse conmigo y yo se lo di. Pensé que habían roto, bien por la chica, y que necesitaba desahogarse.

-No hay nada que yo pueda hacer para que cambie de opinión, ¿no es cierto? Ya me ha juzgado y condenado.

-¿Y ella? -inquirí.

-Se marchó a comprar su billete.

-¿Sola? ¿Le ha manda¬¬do a paseo?

Pedimos dos cafés.

-¿Cuánto tiempo lleva sin recordar a la joven que fue? -me preguntó, pillándome por sorpresa.

-Yo no olvido nada -le corté, seca.

-Nos negamos a reconocer lo que fuimos hasta que alguien dotado de un poder especial nos lo recuerda. Llámelo el fantasma de los días más cálidos.

-¿Eso era la chica para usted?

-Esa niña es mi alumna, doy clases de interpretación en una escuela de teatro. Ahora tiene la oportunidad de estudiar en Londres o Nueva York. Me ha pedido consejo, a menudo lo hace. Su vida está a punto de cambiar, me ha recordado una ocasión en que me equivoqué cambiando la mía. Y me ha hecho sentir como entonces, lleno de dudas y de ilusiones y de miedos. Joven, vivo.

-Ya. Ganas de pactar con el diablo, ¿no?

-Los viejos somos el diablo -sonrió-. Se dará cuenta cuando sea más vulnerable, menos dura, y encuentre en otro la juventud perdida y las ganas de ver cómo crece, de recordar cómo creció usted misma.

Charlas de café.

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