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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Insaciable apetito de Apocalipsis

Manuel Rodríguez Rivero

La revista Time vuelve a descubrirnos el Mediterráneo. Vivimos en un tiempo, se nos explica, en que proliferan las manifestaciones artísticas -de "alta" o "baja" cultura- ambientadas en el periodo subsiguiente a una catástrofe de proporciones monstruosas, o a un fin de mundo o de civilización que puede haberse producido por diversas causas. El cronista establece la lista de signos de ese Zeitgeist hodierno: desde novelas "de cejas altas" como La carretera (Cormac McCarthy, Mondadori), hasta películas de éxito espectacular y calidad variable (Soy leyenda, de Francis Lawrence, o Cloverfield, de Matt Reeves), pasando por docenas de videojuegos o por cómics de culto como Y: el último hombre, de Brian K. Vaughan y Pia Guerra (Planeta DeAgostini).

Pero, tras la catástrofe, no todo es negativo: de ahí que lo posapocalíptico repela y atraiga a la vez

La "tendencia" no es de ahora. El fantasma del fin del mundo y del último hombre (o mujer) sobre la Tierra ha venido obsesionando a la humanidad desde el neolítico. El libro de Daniel, con sus escatológicas visiones de influencia babilónica, y el Apocalipsis, revelado al anciano san Juan en Patmos, encuadran e informan toda la posterior tradición judeocristiana acerca de esa temida y, a la vez, hipnótica "nueva era" a la que se supone que la especie tendrá que enfrentarse tras el Armagedón.

La conciencia de nuestra fragilidad, ahora que -al menos en lo que llamamos Occidente- los dioses han muerto o están dormidos, es lo que alimenta ese fecundo subgénero -especialmente literario y cinematográfico- que se llama ficción posapocalíptica, una modalidad de distopía que se desarrolla en las épocas en la que sentimos que el suelo (ideológico, moral, económico) se mueve bajo nuestros inseguros pies. La entrada del segundo milenio (y su reflejo especular a principios del tercero), los años siguientes a las dos guerras mundiales, la guerra fría y el llamado "equilibrio del terror" han sido momentos particularmente privilegiados para la literatura y el arte apocalíptico. Ahora, también.

En una de las notas para su impresionante poema The Second Coming, publicado en 1920, cuando todavía estaban muy recientes los espantos de la Primera Gran Carnicería, W. B. Yeats señala que el final de una época siempre recibe una especie de revelación sobre el carácter de la siguiente. El 11-S fue leído por muchos como una posible revelación -un "apocalipsis", según la etimología griega desplazada hasta significar "catástrofe"- acerca del próximo futuro, que es en el que estamos. La imagen de Las Dos Torres ardiendo (como recuerda Cirlot, la torre es un símbolo de ascenso, pero también de ahondamiento) y, enseguida, de la montaña de humo y polvo y escombros de lo que, muy posapocalípticamente, se ha llamado zona cero, se ha grabado en nuestra sensibilidad de modo más indeleble que la Estatua de la Libertad semienterrada en la playa de El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968) o que el mundo en ruinas en el que combaten sin fin cyborgs y supervivientes en Terminator (James Cameron, 1984).

A los tradicionales cuatro jinetes del Apocalipsis iconográficamente fijados por Durero, se añade ahora un nuevo horror: la destrucción definitiva del hábitat humano a causa de la degradación medioambiental. Pero, tras la catástrofe, no todo es negativo: de ahí que lo posapocalíptico repela y atraiga a la vez. El sugerente ensayo El mundo sin nosotros, de Alan Weisman (Debate), nos habla de un "después" no del todo indeseable que ancla su atractivo en una muy humana fantasía de regeneración: cuando desaparezcamos del mundo, regresará triunfante la Naturaleza. Y, si (algunos) conseguimos sobrevivir, como el protagonista de la versión cinematográfica de Soy leyenda, único ciudadano en un Nueva York a su entera disposición, podríamos por fin "poseer el mundo". Igual que en esa fantasía infantil en la que nos quedamos encerrados en un gran almacén. Solos, sí. Pero con todo para nosotros.

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