El destino común
Una fotografía, cualquier fotografía contemplada desde el futuro, aunque sólo refleje un paisaje -pero en especial si consiste en un retrato de grupo, y sobre todo en un retrato de grupo-, puede ser lo que fue y su contrario. Imagen más tiempo: sobre la superficie amarillenta de la cartulina reposan, como un velo, las arrugas que labran los rostros ya de los protagonistas labrados por su historia y por la Historia.
He pensado en fotografías durante la lectura de La excursión de las muchachas muertas, la primera de tres narraciones que componen el volumen del mismo título escrito por Anna Seghers y publicado por Bruguera en otoño del año pasado. Es uno de esos relatos absorbentes -tanto, que al terminarlo no he continuado con el libro- que te obligan a seguir viviendo y a reflexionar. Me he guardado los otros dos como joyas, pero a sabiendas de que ninguno -me atrevo a afirmarlo- me conmocionará en el sentido que lo ha hecho éste.
"Los destinos colectivos se escriben con las dichas y las sombras de unos y otros"
La foto, en este caso la mirada de la autora -judía, nacida en Maguncia, sufrió persecución con Hitler en el poder, sus libros fueron quemados, consiguió huir y acabó en México-, es un fragmento de tiempo detenido, de tiempo definitivamente perdido y a la vez devastadoramente enriquecido por la información que, ya en el exilio, la narradora posee sobre el pasado, suyo y del resto de quienes aparecen.
Pero no habla de fotos La excursión de las muchachas muertas, soy yo quien lo hago. Aunque, leyéndolo, no dejan de producirse las imágenes, empapadas por la neblina del relato, hasta el punto de que uno podría creer que así es como leeríamos si siempre tuviéramos que contener las lágrimas.
Instantáneas. Del brazo que la adolescente Marianne pasa sobre los hombros de Lenni, de su rubia cabeza apoyada en la de su compañera de curso. De la profesora Mees, que recuerda a una madre pato y lleva una cruz al cuello; de la profesora Sichel, que le echa una bronca a Sophie Tierno y cruel paisaje del Rin perdido para siempre. La narradora ya sabe que Marianne, convertida en nazi, se negaría en el futuro a salvar a la hijita de Lenni, quien fue detenida por la Gestapo; que la madre pata arriesgó su vida por llevar sobre el pecho la cruz de su religión en lugar de la cruz gamada; que Sichel y Sophie acabarían hacinadas en el mismo vagón del mismo tren que las conducía al mismo destino en el mismo campo de concentración
Otros personajes entran y salen de esta pieza, por la que se transita como en un sueño del que salimos para entender que se trata de una pesadilla, y que el resultado final tampoco ofrece consuelo, porque no es otro que la realidad, lo que queda al vivir. Hay novios y amoríos, y nadie tiene su destino -o su elección heroica, o su traición infame- trazado ya esa tarde, por eso resulta tan exasperante saber que se producirá la nefasta elección tarde o temprano.
No resulta difícil para quien lee, cerrado el volumen para que ninguna otra historia se cuele en la sala con la última luz de la tarde y distraiga su atención, no resulta imposible para quien lee recrear por su cuenta escenas adicionales que la grandeza de Anna Seghers -la escritora a quien sabemos también la narradora- apenas insinúa, apenas traza, pero que podrían sacudirnos como un seco documental que revelara cualquiera de los momentos de infortunio engendrados por la infamia del nazismo. Pero es, por encima de cualquier otra, la imagen central, la idea central, lo que sigue gravitando en la conciencia, y que Seghers concreta cuando escribe que "los destinos comunes de los niños y las niñas constituyen el devenir del país, el destino del pueblo, y que por eso, tarde o temprano, la desgracia o la dicha de su amiga del colegio envolvería de sombras su propio destino".
Así se escriben los destinos colectivos, con las dichas y las sombras de unos y otros. La magia, angustiosa magia, de La excursión de las muchachas muertas, radica en la belleza punzante, en su definitiva e inevitable verdad. Sucedió. Contarlo, convertirlo en obra de arte, es un grandioso pero triste consuelo.
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