La Navidad de una persona normal
Este año, los Reyes tampoco han atendido su petición, pero no pierde la esperanza. Falta le hace, porque el viaje de esta Navidad ha sido digno de un Viernes de Pasión. Ella es una mujer metódica, paciente, trabajadora y, por lo general, cortés, bien educada. El paso del tiempo la ha hecho también precavida, incluso pesimista, y por eso compró los billetes con mucha antelación. Aunque iba a llevar mucho equipaje, regalos para toda la familia, se preocupó también de sacar la tarjeta de embarque por Internet. Por supuesto, la compañía no le consintió hacerlo con más de 24 horas de antelación sobre la hora de salida. Por supuesto también, cuando pudo seleccionar el asiento, se encontró con que la mayoría estaban ocupados. Ya ni siquiera se preguntó cómo era posible que otros tuvieran tanta suerte y ella tan poca. Hace mucho tiempo asumió que entre las características que definen a las personas normales hay al menos dos relacionadas con los aviones. Una persona normal es la que nunca jamás encuentra ni tarifas baratas ni salidas de emergencia. Por eso se conformó con un pasillo, y pensó que menos daba una piedra.
Llegó a la T-4 con muchísimo tiempo, pero, como de costumbre, casi se queda corta. Como de costumbre también, de la veintena de controles de seguridad disponibles, sólo funcionaban cinco. ¿Que es 23 de diciembre? ¿Y a mí qué me cuenta? Delante de ella, en la zigzagueante cola interminable, una pareja muy mayor. La mujer llevaba botas altas, y una vez más, como de costumbre, ni en las pantallas, ni en los carteles, ni en ningún sitio, se advertía a los pasajeros que era necesario quitárselas para pasar por el arco. Al llegar a la zona de las bandejas y comprobar que el personal de seguridad que repetía como un papagayo lo de "relojes, cinturones y móviles, aquí; ordenadores portátiles, fuera de la funda; cremas y líquidos, también" omitía ese dato, estuvo a punto de avisar a la señora, pero la vio tan nerviosa, tan confundida en medio de aquel follón, que pensó que sería peor. Al final, aquellas botas le supusieron un cuarto de hora más, sin contar con que al otro lado del control, siempre como de costumbre, no había ni una triste silla para sentarse, y la pobre mujer pasó un infierno hasta que logró subirse la cremallera de pie, en el precario equilibrio de su sobreedad y su sobrepeso, combinación que, más allá de cualquier prefijo, no merecía una humillación semejante.
Después de eso se temía lo peor, pero no esperaba que fuera tan grande. Cuando llegó a las pantallas, se encontró con que habían cambiado la puerta y tenía que ir a la T-4S. Al llegar allí se habían acabado los periódicos, un contratiempo mínimo si se compara con el nuevo cambio de puerta que la devolvió a la T-4 a secas, obligándola a pasar ¡otro control de seguridad! Se sumó a un conato de motín que no sirvió de mucho y se quedó sin periódico como se había quedado sin abuelas, claro, porque en la nueva/antigua/nueva puerta ya había una señorita con un micrófono pidiendo que embarcaran solamente los pasajeros con asientos entre la fila 10 y la 25. Su fila era la 9, y como es una persona normal, metódica, paciente, trabajadora y bien educada, respetó escrupulosamente la norma. ¿Cómo premiaron el destino y la compañía aérea su formalidad? Cuando entró en el avión, apenas quedaban plazas sin ocupar en las diez primeras filas y ni un centímetro cuadrado disponible en los maleteros. Esto no puede ser, se dijo, y recordando la época en la que los auxiliares de vuelo eran también personas normales, serviciales, simpáticas y bien educadas, pidió auxilio a una azafata. Va usted en pasillo, fue la respuesta, y ese maletín no es tan grande, así que puede llevarlo entre las piernas. Ahí perdió la paciencia, el método, la experiencia y la cortesía. ¡Lo que no se puede es embarcar un vuelo así, señorita! Si ustedes mismos no cumplen Hasta ahí llego. La azafata se había dado la vuelta y ya andaba tranquilamente por las filas de bussiness. Tan pancha.
¿Y por qué no habré nacido yo en Ciudad Real, Dios mío?, se preguntó mientras intentaba acoplarse con su equipaje de mano en los centímetros que separaban el borde de su asiento del respaldo del delantero. Su vecino intentó ayudarla, pero no pudo, porque medía un metro noventa y tenía las rodillas encajadas en el único ángulo posible para no rompérselas. Esto es una vergüenza, se limitó a murmurar, y ella le agradeció la intención. Y volvió a escribir a los Reyes Magos con la imaginación, empezando como siempre, si yo soy muy buena, una persona normal, si nunca le hago daño a nadie, ¿por qué no hacéis que el AVE llegue a Canarias, por favor, por favor, por favor ?
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