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Columna
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El reciclaje del Ayuntamiento

Los que fueron niños allá por los años sesenta creo que me entenderán: vivíamos inmersos en un continuo reciclaje. Los hermanos pequeños aprovechaban lo que dejábamos los mayores, desde la ropa hasta los libros del colegio, de modo que a los primogénitos nos tocó estrenarlo todo, pero también cuidar más de la cuenta de los hermanitos, que los padres traían al mundo para fastidiarnos a los que ya estábamos en él con la excusa de que era para que no nos sintiéramos solos y pudiésemos jugar con alguien.

Pero no sólo se trataba de heredar la ropa, con el tiempo un abrigo se convertía en un chaquetón y un vestido en una falda, y cuando ya no se podía más, se hacían unas bayetas para el suelo, el traje de la comunión pasaba por infinitas fases hasta que su tela iba desapareciendo en sus sucesivos usos. Era muy raro que se tirase algo por el simple hecho de que se hubiese pasado de moda. La ropita de los bebés iba de mano en mano, en perfectas condiciones, hasta que se dejaron de tener hijos. Por eso estrenar algo suponía un acontecimiento, y de ahí sale la famosa frase, "pareces un niño con zapatos nuevos", cuando uno estrenaba algo se sentía renovado, especial, con el ego por las nubes.

¿Y los muebles? Duraban varias vidas. En mi casa siempre olía a pintura porque cuando nos hartábamos de verlos de un color se lijaban y pintaban de otro, y cuando en un rapto de locura se tiraban unas estanterías o una mesa, siempre pasaba alguien junto al contenedor que les veía posibilidades.

Los libros, tras manosearlos y subrayarlos las distintas generaciones, se vendían. Eso sí, se procuraba subrayarlos en lápiz y no doblar las hojas para venderlos a mejor precio. Las botellas de cerveza, vino y gaseosa (llamados cascos de cristal) jamás se tiraban, se cambiaban por los nuevos o en último caso se vendían porque el continente tenía su propio precio separado del contenido. Desde luego era un latazo acarrear todos aquellos cascos hasta la tienda, pero nunca acumulabas botellas.

Los periódicos leídos tampoco se tiraban, se cambiaban por dinero en el quiosco, así que hice mis musculillos acarreando buenos montones, y el dinero que me sacaba lo gastaba en cambiar tebeos. Con unos cuantos nuevos que se comprasen podía uno meterse en una rueda de cambio bastante respetable. Los consumidores compulsivos de tebeos vivíamos inmersos en un furor de idas y venidas al quiosco, donde coincidíamos con los consumidores de novelas del Oeste, novelas rosa y de ciencia-ficción. Por cierto, ¡gracias, Ibáñez!, por alegrarme la niñez en unos tiempos de los que lo único que añoro es que un tebeo ya no ha vuelto a ser lo mismo.

Pero hay que reconocer que se tenía un sentido del ahorro que procedía de la escasez de la posguerra. A los pocos que derrochaban se les llamaba derrochones. A la mayoría le dolía ver la luz del pasillo encendida si no se estaba pasando por él en ese momento. Frente a derrochar existía la palabra escatimar, que significa todo lo contrario, no soportar que el grifo estuviese abierto sin ton ni son.

Y, de pronto, todo cambió: se inventaron los envases de cristal no retornables, nos inundaron de pañales desechables, servilletas de papel, vasos de plástico y la ropa se abarató tanto que ya no merecía la pena que tu madre te hiciera un jersey, y desaparecieron las tiendas que cogían los puntos a las medias porque en un abrir y cerrar de ojos habíamos aterrizado en el planeta de usar y tirar a lo loco. La basura comenzó a ser un problema y también un negocio. Había que organizarse, no para consumir, que ahí se tiene barra libre, sino para tirar. Había que concienciar a la población, apelar a su sentimiento ecológico y cívico para tirar la basura con orden y así facilitar el reciclaje de papel, productos orgánicos, plásticos, vidrio, y etcétera. Lo que me pregunto (de verdad que no lo sé) es si el reciclaje genera negocio y cuando voy cargada como una burra con todos los periódicos a un contenedor que queda algo lejos de mi casa, sin recibir nada a cambio salvo la tranquilidad de mi conciencia ciudadana, a qué estoy contribuyendo además de a mantener limpio el planeta.

En esto pienso mientras contemplo unas fotografías que han aparecido pegadas en el corcho de la mancomunidad de mi portal. Son fotos de las bolsas de basura del vecindario hechas por el Ayuntamiento de Madrid, señalándonos los graves errores cometidos en la distribución de los desperdicios y de paso sacándonos los colores, porque no hay nada más íntimo que la basura de uno. Los vecinos que contemplamos este espléndido reportaje pedimos internamente que no se vea ningún sobre con nuestro nombre en la bolsa más chapuza.

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