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Columna
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Poder sin responsabilidad

¿Cómo es posible que unos profesores que están investigando sobre células madres en un centro público creado por la administración competente, en este caso la Junta de Andalucía, con la cobertura expresa de una ley aprobada por las Cortes Generales, sean citados por un juez para tomarles declaración como si de su actividad investigadora pudiera desprenderse algún indicio de criminalidad?

Es evidente que el juez no ha actuado de oficio. Hasta ahí podíamos llegar. Pero no lo es menos que ha tomado en consideración una denuncia temeraria y extravagante, que tenía que haber sido rechazada de plano y que incluso debería haber conducido a la condena de quienes la presentaron. El juez está sometido al imperio de la ley, como dice el artículo 117.1 de la Constitución. En esa sumisión radica su legitimación democrática en cuanto poder del Estado. Y a través de ella se diferencia de los otros dos poderes.

Estos, el legislativo y el ejecutivo, están legitimados por la elección por parte de los ciudadanos, directamente el poder legislativo e indirectamente el poder ejecutivo, a través de la investidura del presidente del gobierno por el Congreso de los Diputados. En ambos casos se trata de una legitimación visible.

La del poder judicial es un legitimación invisible. Los ciudadanos no legitimamos con nuestro derecho de sufragio a los jueces. De ahí que la Constitución exija que los jueces hagan visible su legitimidad en cada una de sus actuaciones en el ejercicio de la función jurisdiccional. Los jueces tienen que motivar siempre (art. 120 de la Constitución) sus decisiones, es decir, tienen que hacer visible qué interpretación de la ley es la que está detrás de cada uno de sus pasos. El juez tiene que acreditar en cada una de sus decisiones que lo que hay detrás de ella es la voluntad general y no su voluntad particular. Si no es capaz de justificar que hay una interpretación de la voluntad general, de la ley, detrás de sus decisiones, está cometiendo el delito de prevaricación, que no es nada más que una ruptura por parte del poder judicial de la cadena de legitimación democrática del Estado. La prevaricación no es más que la privatización del poder, la sustitución de la voluntad general por la voluntad particular. Por eso es el delito más grave que puede cometer un juez.

La prevaricación la puede cometer el juez en cualquier momento del ejercicio de la función jurisdiccional. Siempre que da un paso que no pueda ser justificado con base en la ley. Y citar como imputados a unos investigadores, perturbándoles en su vida privada, familiar y profesional no es cualquier paso. La libertad, decía Montesquieu, es la sensación que cada uno tiene de su propia seguridad. Y es obvio que los investigadores granadinos son hoy menos libres que hace unos días, porque se sienten menos seguros. Y de una manera disparatada.

Habrá que esperar a ver qué explicación da el juez de su actuación. Pero como es imposible que pueda dar ninguna explicación ajustada a la ley, se tiene que ir pensando en activar el mecanismo de exigencia de responsabilidad. No se puede aceptar que un juez, que es un poder del Estado, el único poder del Estado que se ejerce a título individual, pueda perturbar la tranquilidad de espíritu y vulnerar derechos fundamentales de uno o de varios ciudadanos, sin base legal alguna y que no se le exija responsabilidad por ello.

Lo que ha ocurrido esta semana en Granada no es un asunto menor. Es un asunto muy grave. No se puede aceptar la interferencia en la libertad de investigación y de creación científica por un poder del Estado de una manera caprichosa y arbitraria. Por una conducta judicial como esa tiene que exigirse responsabilidad de manera inmediata. La democracia no puede operar con jueces irresponsables. Creo, en todo caso, que la Junta de Andalucía debería poner los servicios jurídicos de la comunidad a disposición de los investigadores, cuyos derechos constitucionales han sido violados.

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