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Tribuna:LAS BURBUJAS DEL GLOBO
Tribuna
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MAPAMUNDIS DEL YO

No olvidemos que cuando la primera globalización, la de Cristóbal Colón, España se convirtió en la gran potencia mundial en producción y reproducción de mapas, cartas de navegación, atlas, mapamundis, esferas armilares, cartografías, globos terráqueos y otras geometrías que intentaban representar mejor que peor aquella gran noticia esférica que conmovió los cimientos del conocimiento: el mundo era un globo y, por tanto, había urgente necesidad por tener entre las manos los nuevos mapas de pergamino o las esferas de mármol, madera o latón que representaban la redondez inédita.

Aquella pasión universal por los mapas que desató el célebre despiste de Colón fue la primera gran aportación mundial a la estética del cuarto de estar, y nuestros diseñadores de mapamundis y escultores de globos terráqueos hicieron su agosto. En la decoración de cada hogar cristiano y en todas las cortes europeas de entonces, incluidas las luteranas, lo chic y obligatorio era tener y exhibir los primeros pósters de aquella novedosa cartografía global o de cualquier objeto esferoide made in Spain, o Portugal, que visualizara y proclamara el redondo acontecimiento y conocimiento. Que conste este muy olvidado precedente, que suelen ignorar nuestros muy universales diseñadores de interiores de fama, sean o no catalanes.

"Mapeamos todos frenéticamente porque estamos muy 'descolocados'"

Ésa fue nuestra gran y casi única aportación al consumo de masas de la primera globalización, y el flamenco, la leyenda negra y la paella vendrían mucho después: la frenética fabricación en los talleres españoles de cartografías, cartas de navegación, atlas, globos o esferas armilares, siempre presididas por el símbolo de la cruz, y que también pretendían ser las nuevas rutas del oro.

Pues bien, la historia se repite al dedillo en esta tercera globalización, en la que, ay, ya no tenemos arte ni parte. Está cantado que resurge en nuestros ocios y costumbres la vieja pasión por los mapas y el arte de mapear en general. El doctor Google, que es el Diderot del nuevo milenio, nos ha comunicado recientemente dos cosas: que después del primitivo impulso irrefrenable de teclear el nombre y el apellido en la casilla de su célebre motor de búsqueda para verificar algorítmicamente cuántas veces eres citado en la Red (lo cual, por cierto, es un desastre psicológico anunciado, sección autoestima, porque siempre es mucho menos de lo esperado y casi todo es insulto), la segunda gran tendencia ante ese Google ilustrado, el aduanero y audímetro de esta globalización, es la tendencia masiva a teclear esos mapas vía satélite, locales o híbridos, para visualizar con todo detalle (potencias de 10) dónde vives, cuál es tu exacta posición espacial en los nuevos mapamundis y si se ve o no se ve con todo detalle tu personal tejado o terraza.

O sea que en la tercera globalización, lo primero de todo es la irreprimible vanidad de teclear tu nombre, y acto seguido, el narcisismo de buscar y ver con la máxima precisión tu mapa particular. Otra vez el maldito yo en sus viejas e inconmovibles posturas, y ahora, esta vez, compitiendo on-line con todos los demás yoes del planeta Tierra.

Porque no sólo son los populares mapamundis de Google, que es uno de sus negocios más millonarios. También y al mismo tiempo es esa atracción fatal por los GPS vía satélite, incluso por las pantallas del navegador de nuestro coche que todavía no detectan las pantallas de los radares de la policía, las cartografías yoístas de Second Life, los mapas de los videojuegos (un ocio, por cierto, sólo fundado en el arte de mapear), las simulaciones del arte electrónico o la muy reciente y bendita concienciación ecológica de nuestro país por la simple visión en la pantalla del ordenador y vía satélite de esas barbaridades urbanísticas que no solamente están machacando los mapas de nuestro viejo Mediterráneo, sino transformando nuestra cartografía costera de manera mucho más radical que se derrite el casco polar por culpa del CO2.

Como ocurrió cuando la primera globalización, el mapa se ha convertido en materia prima de uso cotidiano y mapeamos frenéticamente (como, según los nuevos sabios cognitivos, mapea nuestro cerebro luego del primer café) porque también esta vez estamos descolocados ante el nuevo mundo y necesitamos ubicarnos con precisión ante esa inédita geografía. El problema es que ahora mismo no hay teoría ni filosofía mayúsculas a la altura de los tiempos, se ha arruinado la vieja geodesia ideológica, política y religiosa, y carecemos de las tradicionales agujas de marear en medio de las tempestades causadas por esta globalización.

Los actuales y muy numerosos mapas del yo de Google y compañía apenas son un consuelo personal para conjurar tanto desconcierto, estrés y extravío, nuestros cerebros sólo mapean minimalismos o terruños, y lo más curioso de todo es que en el país de aquellos primitivos diseñadores de maravillosos mapamundis, globos y esferas armilares (la codicia de los actuales ladrones de arte, que nos están saqueando), los únicos que se atreven aquí dentro con el muy ilustre oficio de cartógrafo son precisamente los enemigos acérrimos de la globalización, empeñados en reproducir la nueva complejidad global y mental desde unos mapamundis maniqueos de trazo infantil, o que todavía delatan las secuelas de aquella famosa enfermedad infantil, y encima son mapas calcados groseramente de la segunda guerra fría.

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