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Columna
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La pesadilla paquistaní

Hace unos pocos meses, Gordon Brown manifestaba su convicción de que "la primera línea de defensa de Occidente" se encontraba en Afganistán. A la vista de lo que está ocurriendo en Pakistán desde la declaración del estado de emergencia el pasado día 3, seguro que el premier británico incluía en esa preocupación al país fundado por Mohamed Ali Jinnah en 1947 como consecuencia de la partición en dos estados de la antigua India británica. Porque, los acontecimientos que se están sucediendo a velocidad vertiginosa en el país de los puros, traducción al castellano del nombre urdu "Pakistán", desde que el general-presidente, Pervez Musharraf, impusiera la ley marcial han convertido al país islámico no ya en preocupación, sino en pesadilla para todas las cancillerías del mundo, desde Washington a Pekín y desde Londres a Nueva Delhi, pasando por Teherán y Kabul. Y, desde luego, no es para menos. Pakistán es un país de 167 millones de habitantes con cuatro etnias principales -punjabíes, beluchis, sindhis y pashtunes- siempre recelosas entre sí; un creciente movimiento secesionista en Beluchistan; unas tribus pashtunes en el noroeste, que protegen abiertamente a sus hermanos talibanes de Afganistán, y una reclamación permanente sobre la Cachemira india, que ya ha producido dos guerras entre las dos potencias del subcontinente asiático. Y, no por último lo menos importante, Pakistán es una potencia nuclear con un número de cabezas atómicas que los expertos internacionales estiman entre 55 y 115 ojivas. Un arsenal que cuenta, además, con los misiles necesarios de un alcance máximo de 2.500 kilómetros para hacerlo operativo. Se comprenderá, a la vista de la situación, no sólo las apelaciones diarias de Washington y Londres, como sede ésta de la Commonwealth, a Musharraf para que levante la ley marcial, con el fin de que las elecciones legislativas convocadas para enero tengan una leve capa de legalidad, sino el silencio de dos vecinos nada despreciables de Pakistán -India y China-, que más que una vuelta a la senda democrática piden que, antes y sobre todo, se garantice la estabilidad del país. Y se comprende. Pekín ha sido siempre el gran valedor internacional de Pakistán frente a las ambiciones de India y no desea infiltraciones de activistas islámicos en sus provincias del sur, de mayoría musulmana. Por su parte, Nueva Delhi no ha encontrado desde la independencia un líder paquistaní más favorable a una solución pacífica del conflicto de Cachemira que Musharraf.

El país es una potencia nuclear con un número de cabezas atómicas que oscila entre 55 y 115 ojivas

Por ahora, el general parece tener la situación bajo control. Los líderes políticos no exiliados, desde Benazir Bhutto a Imran Jan, la máxima estrella del críquet paquistaní metamorfoseado en dirigente político, se encuentran detenidos o bajo arresto domiciliario, junto a centenares de abogados, líderes estudiantiles, activistas de derechos humanos y otros miembros de la sociedad civil. Pero todavía no se ha producido una explosión popular de protesta en las principales ciudades del país, algunas de ellas verdaderas megalópolis, como Karachi, con 12 millones de habitantes, realmente difíciles de controlar si el pueblo se lanzara a la calle. Y mucho menos ha habido protestas en las zonas rurales, donde la vida sigue su curso normal, como se puede ver en las imágenes diarias que nos sirven los canales internacionales. Quizás una explicación para esta aparente apatía popular haya que buscarla en el absoluto descrédito de los políticos tradicionales, todos acusados de delitos de corrupción, a los ojos del pueblo paquistaní, que, sin embargo, sigue considerando al ejército como la única institución sólida del país, garante, además, de la unidad nacional. Naturalmente, esa apatía popular podría cambiar de la noche a la mañana si la hasta ahora fragmentada oposición paquistaní, desde Bhutto a Nauaz Sharif, consigue presentar un frente unido anti-Musharraf y se decide a sacar a sus partidarios a la calle.

En todo caso, este fin de semana será clave para determinar el curso futuro de los acontecimientos. El número dos del Departamento de Estado y veterano de la escena internacional, John Negroponte, llega a Islamabad con un mensaje de Bush para Musharraf, que no puede ser otro que la exigencia del levantamiento del estado de excepción. El general es un hombre culto, educado en Reino Unido. Debería recordar la frase del primer ministro conservador, Lord Salisbury. "Gran Bretaña no tiene amigos ni enemigos permanentes. Sólo sus intereses son permanentes". Es muy posible que Estados Unidos adopte una filosofía similar, si llega a la conclusión que, más que un activo, Musharraf, se ha convertido en un pasivo amortizable para sus intereses vitales en la zona. Pero no lo hará sin buscar un recambio seguro.

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