13 rosas para una leyenda
Su vida quedó truncada por una injusticia. Pero la historia las contempla como una leyenda antifranquista. Son las Trece Rosas. Trece mujeres que murieron por un ideal y cuya historia ha llevado al cine Emilio Martínez Lázaro con un reparto de jóvenes actrices de futuro.
Probablemente, Virtudes González y Elena Gil hubiesen hecho una carrera política soberbia, lo mismo que Nieves Torres o Pilar Bueno podrían haber contribuido como maestras a educar generaciones de jóvenes en libertad. Quizá, Carmen Barrero y Martina Barroso, con esa maña que se daban para coser por necesidad, hubieran podido montar una casa de costura o con el tiempo una buena firma de ropa con sus amigas Luisa Rodríguez de la Fuente y Dionisia Manzanero, que cuando posaba fusil en mano traslucía una belleza dura, de mujer decidida, casi modelo de rompe y rasga. Se hubieran asociado sin dudarlo con Ana López, que había estudiado corte y confección. Joaquina López, en cambio, tenía vocación de enfermera, y Julia Conesa, gran deportista, acabaría por triunfar en la industria del turismo después de su experiencia como cobradora de tranvías, lo mismo que Adelina García, La Mulata, que tenía don de gentes. Blanca Brisac, en cambio, que nunca quebró su creencia firme en los principios de la Iglesia católica, administraba el dinero que ganaba su marido músico, Enrique García Mazas, sin estrecheces dignas de mención, y vislumbraba una vida sencilla y decente, a pesar de que las bombas no dejaban de sobresaltarla.
Las trece rosas fueron condenadas por el asesinato del comandante Gabaldón, algo que ni por asomo cometieron
"Quería hacer ver en esta película lo buenos que eran unos sin necesidad de mostrar lo malos que eran los otros", Emilio Martínez Lázaro
"En los años del Frente Popular se produjo un despertar enorme de la juventud. Chicos de 16 años se consideraban implicados", Santiago Carrillo
"Estoy serena y firme hasta el último momento. ero tened en cuenta que no muero por criminal ni por ladrona, sino por una idea", carta de Dionisia Manzanero a sus padres y hermanos
"Carmen de Castro era una mujer extraña, muy hombruna. De ella recuerdo sus zapatos y el pelo tirante", Carmen Cuesta
"No guardes ningún rencor a quienes dieron muerte a tus padres, eso nunca. Las personas muy buenas no guardan rencor", Carta de Cramen Brisac a su hijo Enrique
Lo que está fuera de toda duda es que el hijo de ambos, Enriquito, con nueve años entonces, hubiese sido mucho más feliz si no se hubiese enterado a las bravas de que a su padre, a su madre ?y a las demás? los fusilaron sin contemplaciones, ni garantías, ni juicios justos la polvorosa y sucia mañana del 5 de agosto de 1939 con el único abrigo de la tapia del cementerio del Este, hoy de la Almudena, a la espalda. "¡Y si hubieses estado tú en casa, también te habrían matado, por ser hijo de rojos!", le dijo un sádico oficialón sin miramientos al niño cuando, harto de sospechas, se lar-gó a las Salesas para preguntar por ellos, ya que sus tías se empeñaban en ocultarle el destino trágico que les había sorprendido a lo tonto, de manera injusta, como en una lotería macabra que acaba de sopetón con el sueño nebuloso de la felicidad. Pegada a la pared hay ahora una placa que las recuerda, y que resalta junto al ladrillo rojo en el que todavía se pueden percibir los agujeros de algún disparo perdido.
Ése fue el futuro truncado de las Trece Rosas, un grupo de mujeres comprometidas, muchas afiliadas a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) ?una organización que llegó a contar con 500.000 miembros, según su secretario general, Santiago Carrillo?, que, sin necesidad de conexiones entre sí y sin tener entre muchas de ellas el gusto de conocerse apenas, fueron fusiladas en grupo para hacerlas expiar un crimen, el del comandante Isaac Gabaldón; su conductor, José Luis Díaz Madrigal, y su hija Pilar, de apenas 18 años. Fue algo que jamás, ni por asomo, cometieron, y del que investigaciones posteriores señalaron como culpables a los servicios secretos de Franco. El militar, que fue sorprendido en la carretera de Extremadura por unos pistoleros mientras viajaba de Madrid a Talavera de la Reina, poseía una lista negra de rojos y masones en la que podía haber algún mando del régimen reconvertido después, quien sabe si por convencimiento o por instinto de supervivencia, a los principios del Movimiento, algo que puso a unos cuantos en alerta.
Así que pagaron justos por pecadores, y rápido, bien rápido. A las bravas y sin miramientos. Franco no iba a desaprovechar una oportunidad así para dar un escarmiento general. Detuvieron como sospechosas casi a 400 personas, por si acaso. Fue uno de los episodios más aberrantes de la historia reciente, con mensaje truculento para los enemigos del nuevo régimen implantado. Un aviso de lo más bárbaro, que no se paraba en el hecho de que varias de las sentenciadas fueran menores de edad, para dar parte al enemigo resistente entonces dentro del país de que la represión comenzaba a ir en serio.
Ahora, esa historia de futuros truncados, de vidas rotas y caminos que van a dar al barranco ha sido filmada, reivindicada, elevada a la senda de la memoria gracias al cine. Lo ha hecho Emilio Martínez Lázaro con una película más que emocionante, en la que se da cuenta de una de esas historias con categoría de símbolo, con una carga de lección que no debe dejarse evaporar de la memoria; algo a lo que también se han aplicado con dedicación en la fundación que lleva su nombre, y que fue creada en 2005 en Madrid.
Sería imposible y mezquino que cayera en el olvido. En eso han puesto su empeño varios, desde Carlos Fonseca, que escribió un libro memorable y de referencia sobre el drama, Trece rosas rojas (Temas de Hoy), hasta Verónica Vigil y José María Almela, autores del documental Que mi nombre no se borre de la historia, o novelistas como la desaparecida Dulce Chacón, que las rindió homenaje en su obra La voz dormida (Alfaguara), un emocionante relato sobre la suerte que corrían las reclusas de la cárcel de Ventas, donde las Trece Rosas pasaron sus últimos días y noches durmiendo en petates sobre el suelo, o Benjamín Prado, que también en su libro Mala gente que camina (Alfaguara) no deja pasar la oportunidad de resucitarlas en la letra firme de su escritura comprometida.
Ahora, Martínez Lázaro las recupera para el cine en lo que puede ser la película de la temporada, para la que ha manejado un reparto de jóvenes y algunas experimentadas actrices que dan testimonio emocionado de todas aquellas mujeres. Desde Pilar López de Ayala, Marta Etura, Verónica Sánchez, Gabriella Pession o Nadia de Santiago, que encarnan a los personajes principales, cinco de las Trece Rosas en las que se centra la historia, hasta la enigmática, tan impenetrable como locuaz en la dureza de su rostro, Goya Toledo, que hace un papelón dando vida a Carmen de Castro, la directora de la cárcel entonces. "Era una mujer muy extraña", recuerda Carmen Cuesta hoy, la rosa número 14, que se libró del paredón por ser una niña con 15 años entonces, pero que no pudo evitar pasar cuatro años en cárceles de toda España por su militancia más que temprana en la JSU. "A veces parecía querer que fuéramos las más buenas del mundo para que no nos pasara nada. La recuerdo como un poco hombruna, con unos zapatos raros y el pelo tirante", asegura.
No la juzga, no la reprocha ningún mal. Su recuerdo de quien fuera guardiana de aquella primera avalancha de represión política coincide con el retrato que Martínez Lázaro y Goya Toledo han trasladado a la película. Cuadraba perfectamente con la intención del director. Esquivar el maniqueísmo: "Quería hacer ver en esta película lo buenos que eran unos sin necesidad de decir lo malos que eran los otros", afirma Martínez Lázaro. Un riesgo que según Marta Etura, la actriz que da vida a Virtudes González, podría haberse cometido y que ha quedado borrado por la fuerza humana de la historia. "Es lo que me convenció, la necesidad de contar sobre todo su experiencia interior, tan apasionante", afirma la actriz.
En lo que no puede evitar Carmen Cuesta la rabia, ni la impotencia, ni la emoción rasgada de quien sabe lo que marca un trauma es al rememorar la noche en que se las llevaron al paredón. "Estábamos durmiendo ya, las menores en un lado, separadas de las mayores. A media noche sentimos? Yo tenía a Victorita a mi lado; se levanta, coge el vestido, veíamos una luz opaca. Victorita se pone el vestido que tenía a sus pies y en ese momento se da cuenta de todo: 'Ay, Carmen, ¡me matan!', decía así, agarrada a mi cuello, y yo no podía, no podía?", dice hoy Carmen bañada en lágrimas, entrecortada, asaltada por el recuerdo vivo en sus ojos; un recuerdo fatal que le sale de dentro, que lleva marcado. "Lo tengo clavado en el alma, es muy grande, muy tremendo", afirma. El trauma, quiere decir.
Es algo que también ha afectado a quienes han hecho la película. La escena del fusilamiento fue de las más duras; esas que dan miedo al propio director, por la duda de saber si va a ser capaz de aguantar el torrente de emoción desbordada. "Fue muy complicado, acabaron llorando hasta los que habíamos traído para formar parte del pelotón", cuenta el director. Lo mismo dicen Pilar López de Ayala y Verónica Sánchez, que dan vida a Blanca Brisac y a Julia Conesa en la película: "Fue un momento raro. No lo abarcas, la cabeza no tiene mecanismos para acercarse a lo que es estar frente a un pelotón de fusilamiento, y la emoción aflora más de lo que necesitas", dice López de Ayala. "No tenía resortes para entenderlo, para pensar que eso es lo último que vas a ver", añade Verónica.
Carmen Cuesta se libró de aquello y quedó sola en la cárcel, sin sus amigas. A pesar de todo, antes de que sus mejores años quedaran amputados, presume de haber tenido una juventud feliz. Aunque, cuando lo cuenta, entiendas que es el consuelo de una época apenas colmada que sólo duró el principio de lo que generalmente conocemos como juventud. "Antes de entrar en la cárcel, hasta los 15 años, montaba en bicicleta, hacía natación; aprendí baile, claqué, porque estaban muy de moda Fred Astaire y Ginger Rogers, y pintaba", afirma. No lo hacía mal. Uno de sus murales lo enviaron a la Unión Soviética como regalo del 20º aniversario de la Revolución de Octubre, en 1937. "Allí lo vi luego en un museo de Moscú. Me hizo mucha ilusión", recuerda.
Su compromiso con la izquierda nació en Asturias. "Mi madre era asturiana, y pasábamos los veranos en Sama de Langreo. Aquel drama me marcó; vivíamos frente a la entrada de una mina y recuerdo la huelga como algo muy dramático". Eso la hizo afiliarse en la JSU, algo que le propuso Virtudes y que la dejó hacer su padre, que era del PCE, aunque tenía una tienda de coches en Recoletos. "Virtudes y su novio eran las mejores personas que he conocido, juntos veíamos todas las semanas películas soviéticas", rememora. Era en los días en los que la Cibeles sobrevivía como un símbolo intocable, con la arena al cuello, cubierta por completo para no ser enterrada por las explosiones. Madrid resistía las bombas como podía, y había que arrimar el hombro. "Nosotros vivíamos en Jorge Juan, y ahí bombardeaban poco porque había mucho enchufao", sentencia Carmen. "Pero en los demás barrios? Era horrible", afirma.
La guerra fue sólo el principio de su tragedia. Al menos, mientras estaban en lucha, conservaban una firme ilusión de victoria. Lo peor vino después: la derrota, la humillación, las delaciones, las farsas de los juicios, los interrogatorios, la cárcel, la represión? La ilusión de un país diferente al de la dictadura, arrasado. También el espíritu solidario y comprometido que hoy rememora Carrillo: !En los años del Frente Popular se produjo un despertar político enorme de la juventud. Chicas y chicos de 16 años se consideraban implicados, pero a esa edad no se puede coger un fusil, así que desempeñaron un papel muy grande en el terreno moral para la retaguardia!, asegura quien fuera su líder.
A pesar de eso, recién producida la derrota, no tardaron en ver cómo cambiaban las cosas con la entrada de los nacionales. Aquel Madrid de la resistencia, del "no pasarán", de la dignidad republicana, se transformó en una cloaca de delatores. Todos sospechaban de todos, nadie estaba a salvo de nadie. La hora de las venganzas y las revanchas había llegado. Las misas se instalaban en la calle y los falangistas obligaban a los viandantes a saludar a Franco con el brazo derecho en alto. Si a Blanca Brisac la denunciaron en el entorno de la familia de Juan Canepa, compañero de su marido, porque la creían miembro de la misma organización izquierdista que él, Carmen Cuesta tenía el peligro en casa: "A mí me denunciaron los porteros", afirma.
La intención del régimen era que nadie estuviera tranquilo, fomentar los pasos en falso para atraparles. Todos aquellos que no habían podido salir de Madrid y habían tenido algo que ver con la causa republicana, sencillamente simpatías, corrían riesgo absoluto. Algunos, pobres inocentes, se entregaban sin apenas temor ante ese anuncio que dieron los vencedores de que nada debían temer quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre. Otros, más realistas, si no caían delatados a labios de compañeros por culpa de un interrogatorio de los que más vale no pararse a recordar, picaban como moscas en cualquiera de las trampas que les ponía la policía. Tanto en la película como en el libro de Fonseca relatan que a los detenidos les sacaban a pasear como anzuelos. Quien les saludaba o hacía ademán de conocerlos, al trullo.
Así detuvieron a un puñado de las Trece Rosas. El despiste, la seguridad de que una más que probable inocencia es suficiente para detener hasta al enemigo más acérrimo de cometer un acto injusto. Pero es que aquello no fue ni siquiera una injusticia, aquello fue la saña de un régimen vengativo que tenía metido en la frente sólo un objetivo: lo que para ellos era limpiar España de rojos, la aniquilación total de todo lo que no se plegara a la voluntad de Franco.
Aquella limpieza de espíritu, aquel idealismo de las Trece Rosas y de los jóvenes de la JSU es algo que Carrillo quiere resaltar: "En la guerra, su labor como enlaces, agitación, para el reclutamiento, fue crucial. Después, sus labores de solidaridad con compañeros escondidos, en la cárcel, en peligro, cuando por eso te fusilaban, como así ocurrió, fue impresionante", asegura el ex líder del PCE.
También ese aspecto fue de las cosas que más sedujeron a Martínez Lázaro para hacer la película. Para cambiar tan bruscamente del éxito de sus comedias El otro lado de la cama y Los dos lados de la cama, dos de los títulos más taquilleros del cine español, y adentrarse en el territorio de la tragedia histórica con Las Trece Rosas hay que hacer el viaje muy convencido. "Fueron unas auténticas pardillas, es verdad; con esa edad tenían la fuerza suficiente como para creer que podían enfrentarse a todo un aparato", asegura el director. Es eso precisamente lo que más le gusta: el heroísmo. "Cuando empecé a verlas como heroínas es cuando me convencí de que debía hacer esta película", asegura.
Más cuando en el bando republicano, hasta ahora, no se han podido contar muchas historias de ese carácter, con heroes anónimos, como indica Carlos Fonseca: "Las protagonistas de la historia siempre son personajes influyentes, políticos, militares? Lo más atractivo de las Trece Rosas es que eran personas con vidas normales, esa gente anónima de la que nadie se acuerda", cuenta el escritor. "Lo suyo permaneció en la memoria colectiva, en el boca a boca de la gente, de forma excepcional, como una leyenda", añade Fonseca. Hasta que tanto él como Martínez Lázaro y otros han podido narrar la verdad impresa o en imágenes.
"Tienes la espinita clavada de que estas cosas nunca se han contado, que siempre se han murmurado en voz baja. Yo no soy nada partidario del cine de denuncia; es más, me horroriza, creo que para eso están los periódicos y los libros de historia", afirma Martínez Lázaro. Aunque también sabe que es necesario encarar ciertas cosas. "Tenemos que hablar de esto, sacarnos los demonios. Además no es lícito, no vale el revisionismo sólo para un bando, no es justo que algunos arzobispos consigan sus mártires y los eleven a los altares en el Vaticano y no se puedan desenterrar los muertos de la represión".
Demasiados años permaneció callado Enrique García Brisac, por ejemplo. Demasiados años con un estigma. Hijo de rojos, huérfano de rojos. Le repateaba el hecho de que hasta parte de su familia se lo recriminara. "Tenía unas tías muy franquistas que me decían eso, que habían hecho muy bien con mis padres, que aquello se lo merecieron", cuenta. Todavía él no sabe por qué murieron. Todavía nadie le ha explicado de qué se les acusaba, qué pruebas hubo, qué daño hicieron. Ni siquiera puede leer la carta que su madre le dejó y que él guarda como un tesoro en una cartulina de plástico transparente:
Querido, muy querido hijo de mi alma. En estos últimos momentos, tu madre piensa en ti. Sólo pienso en mi niñito de mi corazón, que ya es un hombre, un hombrecito, y sabrá ser todo lo digno que fueron sus padres. Perdóname, hijo mío, si alguna vez he obrado mal contigo. Olvídalo, hijo, no me recuerdes así, y ya sabes que bien pesarosa estoy. Voy a morir con la cabeza alta sólo por ser buena; tú, mejor que nadie, lo sabes, Quique mío.
Sólo te pido que seas muy bueno, muy bueno siempre. Que quieras a todos y que no guardes nunca rencor a los que dieron muerte a tus padres, eso nunca. Las personas muy buenas no guardan rencor, y tú tienes que ser un hombre bueno, trabajador. Sigue el ejemplo de tu papachín. ¿Verdad, hijo, que en mi última hora me lo prometes? Quédate con mi adorada Cuca, y sé siempre para ella y mis hermanas un hijo. El día de mañana vela por ellas cuando sean viejitas. Hazte el deber de velar por ellas cuando seas un hombre. No digo más.
Tú padre y yo vamos a la muerte orgullosos. No sé si tu padre habrá confesado y comulgado, pues no le veré antes de mi presencia ante el piquete. Yo sí lo he hecho. Enrique, que no se te borre nunca el recuerdo de tus padres. Que te hagan hacer la comunión, pero bien preparado, tan bien cimentada la religión como me enseñaron a mí. Te seguiría escribiendo hasta el mismo momento, pero tengo que despedirme de todos. Hijo, hijo, hasta la eternidad. Recibe, después de una infinidad de besos, el beso eterno de tu madre, Blanca.
Todas las cartas que les permitieron escribir a las condenadas en la capilla, antes de partir hacia el paredón, muestran una fortaleza mayúscula. Como en el caso de Dionisia Manzanero, escrita con una carga de razón asombrosa para una joven de 20 años en una situación así. Son unas letras que Carlos Fonseca recoge en su libro:
Queridísimos padres y hermanos. Quiero, en estos momentos tan angustiosos para mí, poder mandaros las últimas letras para que durante toda la vida os acordéis de vuestra hija y hermana, a pesar de que pienso que no debiera hacerlo, pero las circunstancias de la vida lo exigen. Como habéis visto a través de mi juicio, el señor fiscal me conceptúa como un ser indigno de estar en la sociedad de la Revolución Nacional Sindicalista. Pero no os apuréis, conservar la serenidad y la firmeza hasta el último momento, que no os ahoguen las lágrimas; a mí no me tiembla la mano al escribir. Estoy serena y firme hasta el último momento. Pero tened en cuenta que no muero por criminal ni por ladrona, sino por una idea.
Cuando dieron las cuatro de la madrugada, según Fonseca, partió el camión que se las llevó, como ganado, a la tapia del cementerio. Aquella noche terminaron con la vida de todos aquellos injustamente represaliados, y prendieron en sus familias, sus amigos, sus compañeros un sentimiento de impotencia que no se les ha borrado nunca. Quizá por eso, Carmen Cuesta busca todavía hoy lo que le negaron durante muchas décadas. "El sosiego", dice.
De Ventas la trasladaron a varias cárceles más. "En Tarragona, unas monjas nos decían que nos iban a tirar por el barranco, por rojas", recuerda. Las amenazas no la achantaron jamás. Al contrario, incluso llegó a separarse de su marido porque no estaba de acuerdo en que militara en el PCE clandestino. "Y hasta hoy", dice, muy resuelta.
Pero aquel recuerdo de los malditos días en Ventas la persigue aún, como una pesadilla: "Todas esas contrariedades me han pateado mucho. Me hice fuerte, pero no te encuentras siempre con ánimo para afrontarlo. Desde entonces he vivido con una pena interior muy grande que no ha salido de ahí".
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