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Columna
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Las hojas secas

En el cementerio de La Recoleta descansa en paz la historia de Argentina. Todas las historias, incluso las de España y Argentina, acaban descansando en paz. Los mausoleos de La Recoleta, las estatuas, los orgullos de mármol y bronce, conservan los restos mortales de la patria, la memoria de presidentes y libertadores, de figuras singulares y familias notables que ahora sirven para dar nombre a los aeropuertos, las plazas, las calles y los teatros de Buenos Aires. La muerte exige también sus teatros, sus pompas fúnebres, pero tarda muy poco en acostumbrarse a la tristeza corrosiva de los finales de función, cuando el patio de butacas se queda vacío, los camerinos se cierran y el nombre de los difuntos va perdiendo su consistencia en las lápidas del atardecer, devorado por la lluvia, por el frío y el tiempo. Mientras en Granada empiezan a secarse las hojas de los árboles, en Buenos Aires se anuncian los brotes indecisos de la primavera. Las estaciones se persiguen, cambian sus papeles, vuelan, extienden su argumento vegetal por el mundo, juegan con las ropas, nos visten, nos desnudan, y van haciendo que la vida pase y que todas nuestras historias acaben descansando en paz. Mari Carmen Antón ha muerto a los 91 años en una residencia de ancianos en Buenos Aires. Es famosa una fotografía suya, corriendo en bañador con Manuel Altolaguirre y Luis Cernuda por una playa valenciana. Fue tomada en 1937, cuando ella hacía de Mariana Pineda en el homenaje que la Alianza de Intelectuales Antifascistas le dedicó a Federico García Lorca. Actriz de La Barraca, casada con el pintor y escenógrafo Gori Muñoz, jugó de verdad a la vida y a la muerte en los escenarios de la Guerra Civil española. La gente que salía al exilio en el invierno de 1939 iba dejando sobre la nieve de la frontera sus equipajes, el peso de sus recuerdos, un rastro loco de pertenencias perdidas. Mari Carmen Antón encontró un ovillo de lana, lo guardó, y con él tejió una rebeca para su primera hija, que nació cuando ella y Gori acababan de llegar a Buenos Aires. El futuro se enreda con el pasado, el tiempo cae sobre el tiempo, los destinos se tejen con un ovillo imprevisible.

Cuando las guerras se cruzan entre los hilos, las biografías multiplican su carácter azaroso, acentuando la precariedad de cualquier previsión. Por debajo de las grandes biografías del exilio, a la sombra de los acontecimientos protagonizados por Alberti, Cernuda, Ayala, Aub, Machado, Azaña, Negrín, pasan también las biografías más modestas, como la de Mari Carmen Antón, o como la del hermano de Francisco Ayala, Vicente, que se ha sentado esta semana en la primera fila del Centro Cultural Español de Buenos Aires, con sus 95 años en la sonrisa, para asistir a unas sesiones de estudio sobre el exilio y la generación del 27. Era un muchacho cuando una patrulla franquista entró en su casa y arrestó a su padre camino de la muerte. Al ver que los militares se iban de la casa, le advirtió con rabia al teniente que se había olvidado de registrar dos habitaciones, y le exigió que fuera un buen profesional para que todos pudieran evitarse las molestias de un regreso. Estuvo dos años en el penal de Burgos, fue obligado a alistarse en el ejército rebelde y no tardó en resultar herido, porque frecuentaba la primera línea de fuego por mandato de la superioridad y porque buscaba una ocasión propicia para pasarse de bando. Convertido en un caballero de la patria, por la que había derramado la sangre, supo jugar sus cartas, se casó, pidió permiso para realizar un viaje de bodas fuera de España y escapó a Buenos Aires, ciudad en la que, desde los años cuarenta, abre todas las mañanas una librería. Ayer, cuando salió de su casa camino del trabajo, Vicente Ayala notó los primeros brotes de la primavera argentina. El otoño va secando poco a poco las hojas en los árboles de Granada. La voz de Mari Carmen Antón tenía más que ver con la primavera que con el otoño. Eso al menos pensé yo al hablar con ella, hace unos años, en su casa de Lafinur, lejos de La Recoleta.

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